Culturas Populares. Revista Electrónica - Impresiones y paisajes.


Cesteros de Avalle

 

Manuel Garrido Palacios

 

 

Hace algunos años busqué la aldea asturiana de Avalle para constatar la salud de la artesanía de la madera. La usaban de avellano, castaño y sangrelo, de cuyas partes destinadas a leña se nutrían los talleres para hacer cestos. De los treinta y tantos vecinos que poblaban Avalle por entonces, ocho eran cesteros, que, como se suele decir, sacaban los cuartos justos para ir tirando en la vida en una jornada de las de sol a sol.

Aunque está a un paso de Cangas, Avalle pertenece a Arriondas. Cada viernes llegaba una furgoneta a recoger las piezas hechas a mano para llevarlas a Posadas, Cabezón de la Sal, Santillana del Mar, San Vicente de la Barquera..., siempre a pueblos en dirección a Santander, donde las revendían a muchas veces multiplicado el precio de coste aldeano.

Los artesanos humedecían la madera, la alisaban, hendían los troncos para entresacar las láminas y armaban el cesto con paciencia de rito. No había cesteros nuevos. Los viejos: Mento, Vicente, Juan, lamentaban que se perdiera la cestería con ellos. Se sentían impotentes para retener una labor de siglos que se iba de la aldea para siempre, sin remedio.

El crujir de la madera retorcida en seco era como el paso apretado de los siglos; madera de la que salían tres docenas de cestos a la semana por cada taller artesano. Decía Vicente que con la ganancia de los cestos su padre crió a ocho hijos. Él tenía los cinco suyos en Alemania.

Hace unos días regresé a Avalle, esta vez por Onís. Volver sobre los propios pasos, aparte del encanto de pisar la tierra andada, presenta la cruda frialdad de las ausencias. En la aldea ya no quedaban cesteros. Sólo las herramientas enmohecidas, la banqueta en cada taller y finas láminas de casta-ño, avellano o sangrelo apiladas junto a los tiestos inútiles.

Recorrí el escaso paisaje de calles como quien tiene una cita ineludible con la nostalgia. No quise revestir el viaje de cala etnográfica. Ya que de entrada constaté la desaparición de la artesanía, me dediqué a comprarle a la familia de Mento unas manzanas para el camino.

Me contaron que no sabían si el viento se había llevado la flor o los ratones habían secado las raíces; lo cierto era que los árboles habían dado una pobre pumarada. Los lagares de sidra tendrían que ir a buscar manzanas a otros pagos. La hija fue a más al decirme: 'Las manzanas volverán con la cosecha próxima. Los cestos que buscas, no'. Era eso. Las bellas formas hechas a pie de umbral murieron en la aldea con los que las hacían.

Por la tarde, camino de Santander, pude ver algunos cestos colgados en tiendas para turistas. Resto de una labor artesana que parecía decirme que nadie había contado su pequeña gran historia, muerte incluida, ni la agonía sufrida durante los últimos años en la humilde aldea de Avalle.