Pedrosa, José Manuel. Sobre: Literatura popular impresa en La Rioja en el siglo XVI. Un nuevo pliego suelto desconocido, impreso en Logroño por Matías Mares en 1588 y censurado por la Inquisición, ahora nuevamente publicado en facsímile, con la obra completa de su autor, Juan de Mesa, estudiada y editada por Eva Belén Carro Carbajal y María Sánchez Pérez, bajo la dirección de Pedro M. Cátedra. Culturas Populares. Revista Electrónica 5 (julio-diciembre 2007).

http://www.culturaspopulares.org/textos5/notas/pedrosa.9.htm

 

ISSN: 1886-5623

 

 

 

Literatura popular impresa en La Rioja en el siglo XVI. Un nuevo pliego suelto desconocido, impreso en Logroño por Matías Mares en 1588 y censurado por la Inquisición, ahora nuevamente publicado en facsímile, con la obra completa de su autor, Juan de Mesa, estudiada y editada por Eva Belén Carro Carbajal y María Sánchez Pérez, bajo la dirección de Pedro M. Cátedra (San Millán de la Cogolla: Cilengua, 2008) 226 p.

 

 

L

as ediciones, recuperaciones, catálogos y estudios de la profusa, interesantísima y enormemente rica –en términos literarios, sociológicos, ideológicos–literatura de cordel española del siglo XVI han tenido, a partir de las décadas centrales del siglo XX, constantes y empeñados valedores: Rodríguez Moñino, Caro Baroja, García de Enterría, Askins, Infantes, Periñán, Cátedra, más Redondo, Ettinghausen o López Poza, si asociamos o asimilamos al mundo del cordel el de las relaciones de sucesos. Todos estos estudiosos, más los miembros de las escuelas y tradiciones que algunos han ido o andan fundando, están contribuyendo a acercar lo que antes fue un género absolutamente marginado y desatendido a la órbita del canon que definiría la estética y la cultura de toda aquella época. De hecho, si del trabajo y los méritos de estos estudios y estudiosos –que ya han convertido este corpus en uno de los más y mejor estudiados de aquel entonces– dependiera, la literatura de cordel sería ya, sin duda, uno de los que estarían percibidos como canónicos dentro de las letras de aquel siglo. Aunque juega en su contra el hecho de que estos pliegos, baratos y deleznables, fueran en su momento decididamente anticanónicos, marginales y marginados, populares e incluso vulgares en el sentido más peyorativo que en aquel entonces (y ahora) podía tener el término, tan celebrados por la masa iletrada o casi iletrada como, en general, acremente vituperados por las élites. Igual que juega en su contra su propia irregularidad estética, pues no hay duda de que todos estos poemas tuvieron algo de cajón de sastre en el que se mezclaron composiciones de interesante factura literaria con otras de hechuras muy poco afortunadas, que no pueden sostener la comparación, ni mucho menos, con las cumbres poéticas de un siglo que fue pródigo en versos insuperables, empezando por los de Garcilaso, San Juan de la Cruz o Fray Luis de León.

Libros como el que ahora reseñamos, fruto de los esfuerzos sumados de dos especialistas jóvenes (Carro Carbajal y Sánchez Pérez) y de un director muy curtido en estas lides (Cátedra), si no alcanzan a redimir ni a homologar –empeño al que tampoco aspiran, y que resultaría absolutamente vano– esta poesía con la mejor de su época, sí logran, y muy sobradamente, editarla, contextualizarla, analizarla, con un rigor, un cuidado y hasta podría decirse que con una pasión que sería muy difícil igualar y percibir en otros estudios filológicos aplicados a la misma época y a sus más preclaros poetas. Siguen, los tres autores, la estela de un libro reciente, importantísimo, Invención, difusión y recepción de la literatura popular impresa (siglo XVI), que Pedro Cátedra publicó en 2002, y de otro ya añejo, pero prácticamente fundacional, Sociedad y poesía de cordel en el Barroco (1973) de María Cruz García de Enterría, modelos sin los cuales sería imposible haber hecho y poder entender este nuevo libro dedicado a la producción poética del coplero Juan de Mesa.

Decir que la edición y el estudio que han hecho Carro Carbajal y Sánchez Pérez, con la guía de Pedro Cátedra, de las cuatro composiciones de este poeta que han llegado hasta nosotros es modélica sería decir, seguramente, una obviedad. Finísima la edición, detallado e irreprochable el análisis de la forma, de la métrica, de la poética, apasionante la exploración de los aspectos histórico-sociológicos e ideológicos, iluminadoras las páginas dedicadas a la producción, a la circulación, a la recepción, a la comercialización, a la censura –institucional y social–, incluso a la represión –inquisitorial– de esta poesía que quiso ser también –dificilísima, aventurada ecuación–noticia, propaganda y pedagogía... Aprovechan los autores cualquier resquicio para abrirnos ventanas a cuestiones –la represión del protestantismo, la poética de los juramentos, las prácticas de piedad o de tortura de la época, entre muchísimas más– que habrán de ser tenidas en cuenta, en el futuro, en estudios sobre la cultura y sobre la sociedad del siglo XVI de muchas y muy diversas índoles, aunque no partan ni atiendan necesariamente a la literatura de cordel. Y lo hacen, dicho sea de paso, apoyándose sobre bibliografías prolijas y actualizadas, construyendo notas de amplitud generosa y al tiempo –cosa extraña– ágil, que abarcan las más variadas disciplinas y cuestiones, y entre las que brillan las referidas a materias y a tópicos de signo folclórico, horizonte hacia el que este libro muestra una rara sensibilidad.

Tan profundo y al mismo tiempo tan ambicioso y desbordado es el estudio, que habrá quien pueda poner en cuestión que una producción poética tan exigua (cuatro únicas composiciones) como la que se ha conservado del coplero –acaso ciego, de condición seguramente humilde, de biografía prácticamente desconocida– Juan de Mesa, una producción que es, además, tan irregular en sus calidades estéticas, merezca un continente que es muy posible que supere, en extensión, en calidad, en refinamiento, al contenido. Porque lo cierto es que entre los cuatro poemas de Mesa que conservamos hay uno (el del duque protestante convertido al catolicismo) que está hábilmente construido, resuelto con una soltura poética que destaca sobre la media habitual en este tipo de poesía; otro (el de las tres hermanas devotas que murieron el mismo día) que nos parece que está –es opinión, por supuesto, personal– entre los más acartonados y farragosos que hemos leído del género. Y, entre medias, otras dos composiciones –la del aprovisionamiento de la Armada Invencible, desangelada y rutinaria, y la de los protestantes ingleses infiltrados en España, chillonamente histriónica–, que no pasarán, desde luego, al podio de las cumbres mayores de la poesía hispana.

            De nuevo en mi personal opinión, creo que sí ha merecido la pena el esfuerzo de prestar una envoltura tan deslumbrante a un contenido que puede ser tan cuestionable, y de intentar redimir con las galas de la mejor filología una poesía que acaso no esté impregnada de un altísimo valor estético, pero que sí tiene gran interés cuando se contempla en otras claves y desde otras perspectivas: la histórica, la sociológica, la ideológica. Porque, como en los buenos relatos de aventuras, la fascinación no se halla solo en el punto de llegada, sino que está sobre todo en el viaje, y como en los verdaderos deportes, el placer no se cifra tan solo en el ganar, sino, también, en el jugar. Y la filología, cuando es conducida con la ductilidad, con la creatividad y con la elegancia con que se desarrolla esta, puede ser, también, fuente indudable de fascinación y de gozo lectores. Es oportuno traer a colación, ante páginas como estas, el aserto de Barthes que defendía que la crítica literaria consiste en escribir un relato acerca de otro relato.

            Otra cuestión que podría entrar también dentro del terreno de lo cuestionable –al menos si se ve desde la línea editorial y desde las aspiraciones de nuestra revista internáutica, Culturas Populares, que ofrece ediciones y estudios de acceso libre, abierto y gratuito para todo el mundo–: la propia edición, en términos materiales, incluso económicos, de este libro. Edición cuidadísima, cara, casi podría decirse que de lujo, para bibliófilos, en papel, tipos y calidades deslumbrantes, reservada a los trescientos cincuenta privilegiados (entre los que tengo la inmensa suerte de contarme) que accederán a los trescientos cincuenta ejemplares que se han impreso, y a quienes puedan acercarse a consultarlos en alguna de las contadas bibliotecas que lo atesorarán. Todo lo cual jugará en pro, sin duda, de las curiosas mitologías y mitomanías de la pasión bibliofílica, pero, también, en contra del conocimiento de este género y del progreso de su crítica. Porque es evidente que, cuando los estudios –más aún que el propio género– alcanzan la calidad y la trascendencia que tienen los que se dan cita en este precioso volumen, es justo reclamar que algún día –ojalá que pronto– un libro de esta categoría conozca una edición más barata y más al alcance de cualquiera, con el fin de que pueda cumplir mejor el papel de modelo y guía de futuros estudiosos, o de excusa fácil y accesible para el solaz y la pedagogía de futuros lectores que no tengan más pretensiones que las de disfrutar e ilustrarse.

            Una última –aunque densa y extensa– consideración sobre la contrarreformista España de finales del XVI que reflejan los poemas de Juan de Mesa. Una España que, si aceptamos que la literatura de cordel tiene un valor sobre todo sociohistórico –más, desde luego, que estético–, de reflejo más o menos fidedigno de las identidades, del imaginario, de las mentalidades corrientemente asumidas y establecidas, resulta que fue una nación aquejada de una evidente patología mental y moral –no más grave, hay que advertir, que la que sufrieron otras naciones europeas– que cuando menos podría ser calificada de histerismo colectivo (e inducido), y cuando más de sumisión a una asfixiante espiral, trabajosamente diseñada y ejecutada desde el poder político y religioso, de temores y violencias de todos los tipos y variedades que sea posible imaginar. Porque el contenido de los cuatro pliegos de cordel que han sido conservados de Juan de Mesa, y el contexto social e ideológico que podemos reconocer en él –sobre el que los autores de este libro arrojan luces más que reveladoras–, no invitan, ciertamente, a un diagnóstico más optimista que ese.

Veamos. Dos de los poemas tocan a rebato –y con qué imprecaciones y calificativos contra la amenaza de los protestantes, cuyo entretenimiento favorito ya se sabe qué tipo de gente era aquella– se dice que era el de ampliar el catálogo de los mártires católicos con excesos de crueldad indescriptiblemente sangrientos. Uno de los pliegos localiza en una improbable ciudad llamada Mansillas –distante ”de Roma cinqüenta millas”, lo que alejaba, menos mal, el abominable peligro de las fronteras de España– a un duque luterano, asesino implacable de inofensivos peregrinos católicos, al que solo la intervención milagrosa del mismísimo Cristo fue capaz de conducir al redil católico. El otro pliego es aún más dramáticamente alarmista: advierte contra la amenaza de comandos de terroristas luteranos infiltrados en España por Cataluña, que, disfrazados traidoramente de peregrinos, se entregaban a indescriptibles orgías de torturas y de sangre –apuñalamientos, desollamientos, ahorcamientos, iconocidios incluidos– contra débiles e indefensos ermitaños y santeros cuyo único delito era el de estar al servicio del único Dios verdadero y de su Majestad católica. Como le sucedió al mártir ermitaño de un santuario campestre dedicado al apóstol San Bartolomé, al que, según clama indignado Juan de Mesa, los traidores luteranos

 

colgáronlo de una viga

después que lo desollaron

y el cuero le arrodearon

la gente cruel enemiga

y el sacro bulto quemaron

del apóstol. Y robaron

patena, cáliz y cruz

la cruel gente sin luz,

el cepo descerrajaron

sin temor del buen Jesús.

 

            ¿A quién creer? ¿Al no muy brillantemente informado Juan de Mesa, a la atronadora propaganda contrarreformista y al panorama apocalíptico de una España cercada e infiltrada de crudelísimos enemigos que nos pintan estos pliegos de cordel? ¿O a las prudentes y sosegadas autoras de este libro, que nos informan, en la página 178, llevando la contra a lo que proclamaban aquellos altisonantes versos, de que

 

durante las últimas décadas del siglo XVI, debido a los tormentos y castigos a los que se sometía a los reos de la época, los procuradores de las Cortes castellanas enviaron varias peticiones al monarca español para que acabase con las injusticias que se cometían durante la administración de justicia y los procesos penales; la evasiva respuesta que obtuvieron de Felipe II hizo que los abusos siguieran cometiéndose?

 

            La violencia desproporcionada, ilimitada, psicopática, que Juan de Mesa y la propaganda católica contrarreformista atribuían a los imaginarios protestantes que se infiltraban en España para supuestamente sembrar la muerte y el caos entre los más indefensos fue, en realidad, una estrategia aplicada de manera continua y sistemática, elevada en la práctica cotidiana a la condición de razón de Estado, por la alianza de monarquía corrupta e incapaz y de clero inculto e intolerante que gobernó y sembró de ruinas materiales y morales nuestra imperial España durante ese y durante más siglos. Una tiranía hundida en la superstición y despreciadora de la moral, y muy en particular de la moral del Evangelio cristiano, que arrastró a nuestro país a abusos tan enfermizos y tan degradantes como el de desenterrar los huesos de condenados por la Inquisición para quemarlos a título póstumo: pena que aplicaron, entre otros, al cadáver de la madre de Luis Vives, cuyo padre fue también quemado, pero en vida, por la banda de inquisitoriales asesinos. Todo ello con el fin que taxativamente resumió Francisco Tomás y Valiente, sabio y honesto desentrañador de las sanguinarias prácticas de tortura comunes en nuestra imperial España, y que aparece citado en las páginas 178 y 179 de este libro:

 

El miedo a la pena fue muchas veces ineficaz. Se entabla una lucha entre la insensibilización colectiva al sufrimiento ajeno o propio, la necesidad de buscar sustento con frecuencia ilegalmente, las pasiones violentas de una sociedad poco o nada apacible, y la fuerza atemorizadora del rey y su ley. De ahí la complicación rebuscada de muchos tormentos y de muchas ejecuciones de la pena capital. De ahí, por supuesto, la publicidad de las ejecuciones, los pregones y la colocación de los cuartos de los reos en sitios de mucho tránsito –plazas públicas, cruceros de caminos, entradas o puertas de las ciudades...–. Muchas crueldades aparentemente innecesarias tienen su razón de ser en esta intención de provocar miedo colectivo.

 

            ¿Qué decir, por otro lado, del insólito, pormenorizado, burocrático poema de Juan de Mesa que se empeña –labor tan arriesgada como sería la de poner en verso la factura de la luz– en dar rimada cuenta de los grandes y bravos bastimentos, géneros y cantidad de carnes y pescados de diversas suertes y maneras que van en la brava y poderosa armada que el rey nuestro señor ha mandado juntar en Lisboa, iunto con las muchas y fuertes naos, galeras y galeaças y bravos galeones y los muchos y espantosos ingenios y aparatos de guerra, iunto con la grande suma y cantidad de bravos y valientes soldados y capitanes y poderosos y grandes señores que con tanta y bravosa braveza y gallardía la siguen, la muy grande e sobervia cantidad de artillería y fuertes y géneros de municiones, cosa nunca oída a la qual Iesu Christo guarde y dé victoria y a su magestad guarde en su sancto servicio?

Tal y como promete el aparatoso título, relaciona Mesa, en metro nada menos que de romance, los bizcochos, los quesos, la cecina y las herraduras que entre muchos más bastimentos fueron patrióticamente aportados por las diversas ciudades, provincias y dominios –muy prolijamente enumerados– del Imperio a la Armada que ha pasado a la historia con el seguramente exagerado nombre de Invencible. Generosos y caudalosos bastimentos que, en un lenguaje ajustado y veraz, podrían haber sido llamados desabastecimientos de nuestra agotada España. Paradojas de la historia, de la propaganda católicoimperial (en la que jugaban un papel relevante los pliegos de cordel del tipo de los de Juan de Mesa) y de nuestro clarividente rey Felipe II, cuyas muy cantadas y alabadas prudencia y dotes de gobierno se manifestaron, entre muchos otros detalles maestros –tantos que sería imposible desglosar aquí–, en el modo en que, desde sus tapizadas estancias de El Escorial, supo desviar hacia las sufridas espaldas no solo de sus súbditos, sino también de la descendencia durante varios siglos de sus súbditos, la gravosa hipoteca de sus cristianas –o eso decía él– empresas.

            El otro pliego de cordel que se conoce de Juan de Mesa habla de tres hermanas cofradas de la Sancta Hermandad de la Virgen del Carmelo, jóvenes de la villa sevillana de Las Carretas, de vida tan santa y tan ejemplar que recibieron el alto don de morir las tres –con milagrosa sincronía– el día de la fiesta de la Circuncisión del Señor de 1593. Eso si hacemos caso de Juan de Mesa, claro. No fue ni casualidad ni suicidio concertado (como el que en ocasiones cometen los miembros de determinadas sectas paranoides que asoman desdichadamente por nuestros periódicos): fue que (según siempre Juan de Mesa, por supuesto) las llamó al cielo una Virgen que antes las había favorecido con visiones, señales y anuncios prodigiosos. ¿Qué decir, en fin, de tan impresionantes sucesos, aparte de que visiones y tránsitos parecidos fueron publicitados profusamente en otras fuentes de la época –lo que da cruda idea de qué clase de tiempos corrían–, y de que hay que celebrar que estas muertes de jóvenes cofradas, en turnos de tres en tres, constituyeran un milagro no muy frecuente, que no pasó a mayores y no llegó a arrojar amenazas graves, por tanto, sobre la materia nutriente de las cofradías piadosas de España, ni sobre la demografía de la nación en general? Lo único que acaso se puede añadir es que, si hubieran estado al tanto de las ideas que se les pasaban por la cabeza a aquellas jóvenes –seguirlas en el pliego deja boquiabierto a cualquiera–, el agudo y acerado don Julio Caro Baroja hubiera podido ampliar la pintoresca galería de patologías místicas del Barroco que reunió en Las formas complejas de la vida religiosa o en Vidas mágicas e Inquisición, que a don Gregorio Marañón se le habría abierto una muestra nueva y prometedora para el análisis clínico de las obsesiones e histerismos de la España imperial que tanto le fascinaron (ahí están sus acercamientos desde la psiquiatría a los trastornos del Conde-duque de Olivares o de Carlos II, que no fueron los únicos enfermos mentales que nos gobernaron), y que don Sigmund Freud hubiera dado con uno de los casos más memorables (¡una triplicación no ya de la personalidad, sino de la persona!) entre los que podrían ocupar al más imaginativo de los psicoanalistas.

            Una coletilla casi final: de poco le sirvió a Juan de Mesa construir prólogos y epílogos (los que enmarcan todos sus poemas) de hiperbólica loa del rey y de la Iglesia –no hay ni que decir que el culto desproporcionado a la personalidad era moneda común y obligada para todos–, cantar en metro de romance las glorias nunca vistas ni realizadas (en el sentido más literal del término) de nuestra Armada supuestamente Invencible, ni animar a las jóvenes del país a entregarse a devociones que, con un poco de suerte, podrían tener la recompensa de una muerte prematura y acordada con las de sus compañeras de prácticas de piedad. Algunos de los versos de Juan de Mesa fueron también condenados por la Inquisición. No conocemos bien las circunstancias de su llamada a capítulo, ni sabemos de qué modo le afectó al poeta, en lo personal, la represión del Santo Oficio, por más esfuerzos que han hecho las autoras de este libro por arrancar a las brumas de la historia los detalles menudos de tales episodios. Pero sí hay constancia de que el monstruo católicoimperial al que servilmente echó carnaza Juan de Mesa le mordió a él también. Como suele suceder, por descontado, en cualquier tiranía que se precie.

            Aunque haya razones para dudarlo, si se toma como real, histórica y fielmente descrita la España torturada, mágica y fanática que reflejan los cuatro poemas que se conocen del coplero Juan de Mesa, existen indicios de que en la España del Imperio hubo también gente normal, e incluso gente decente, inteligente, preparada, escéptica, inconformista, a veces hasta genial. Es cierto que quedaron en el lado de los marginados o de las víctimas, de los que hubieron de pechar con los caprichos, las arbitrariedades y las crueldades de una monarquía, una aristocracia y una teocracia clerical de talentos, capacidades y principios éticos que estaban muy por debajo de lo que se merecía nuestro país. Igual que es cierto que, por entre las garras vigilantes de los perros de la ortodoxia, algunos de aquellos espíritus rebeldes pudieron hacer pasar lo más valioso (que no es casualidad que coincidiera con lo más libre, incrédulo, escéptico, inconformista y alternativo) que ha quedado de la cultura de aquella época: La Celestina, El Lazarillo, el Quijote, o las miradas de los bufones de Velázquez, que por más frágiles y aturdidas que fueran, resultan más humanas y expresivas que las miradas reales que también inmortalizó.

            A algunos les asistirá el consuelo de que las víctimas y las ruinas no solo llenaron el solar de nuestro país, porque las monarquías y las aristocracias faltas de ética y de preparación (y hasta de salud mental), y los clérigos supersticiosos y fanatizados constituyeron, en realidad, una mafia multinacional que no conoció fronteras. No les faltará su parte de razón: el mundo era entonces un mosaico de satrapías, y las de Francia, Inglaterra y otros estados de nuestro entorno cercano y lejano (piénsese en el ego monstruosamente enfermo de Luis XIV, en las manías depresivas de los reyes Hannover de Inglaterra, etcétera, etcétera, etcétera) no fueron, de ninguna manera, más dignas ni humanas que las nuestras, por más leyendas negras que hipócritamente levantaran contra España con el fin de ocultar sus propias vergüenzas. Cuando Rousseau, en el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, concluía que era contrario a las leyes de la naturaleza el que un imbécil guiase a un hombre sabio, no necesitaba pensar en ningún país de Europa en concreto: todos le suministraban ejemplos más que lacerantes de aquella contradicción.

            Pero el que el mal fuese internacional no deja de ser un triste consuelo. El precio de que durante tanto tiempo fuésemos gobernados por los peores, y de que los mejores fuesen sistemáticamente marginados, cuando no cruelmente perseguidos, pasó una factura dramática y muy perdurable a España y a los españoles. Documentos literarios como los pliegos de cordel que estamos reseñando, en vez de dar el lustre que quisieron poner sobre la cara de la España imperial, ofrecen pistas descorazonadoras sobre la cruz sombría que había debajo. Quienes idearon y promovieron estos poemas quisieron ponerles música de marcha triunfal. Pero desde la distancia suenan a marcha fúnebre.

 

José Manuel Pedrosa

Universidad de Alcalá