Cocimano, Gabriel. ÒDe la Žpica del bandidismo a la tragedia del pandillismo: clase, poder y violencia en AmŽrica LatinaÓ. Culturas Populares. Revista Electr—nica 3 (septiembre-diciembre 2006).

http://www.culturaspopulares.org/textos3/articulos/cocimano.htm

ISSN: 1886-5623

 

 

De la Žpica del bandidismo a la tragedia del pandillismo: clase, poder y violencia en AmŽrica Latina

 

Gabriel Cocimano

Universidad Nacional de Lomas de Zamora

 

Resumen

AmŽrica Latina ha heredado una cultura de la violencia encarnada en todas sus formas: la Žpica del bandidismo represent— un modo primitivo de violencia, acorde a una sociedad de estructura agraria y capitalista. El bandido ejerci— una cierta fascinaci—n, acaso como contrapunto de la violencia estatal y su ineficaz sistema judicial. La violencia jer‡rquica, a su vez, comprende los modos en que el poder ha sometido a la sociedad continental: desde el vasallaje sexual y el tr‡fico de personas, hasta el narcoterrorismo y la violencia pol’tica como punto culminante de la impunidad institucionalizada. Por œltimo, el pandillismo resume una violencia marginal que, en ciertos pa’ses, se ha organizado militarmente y con un alto grado de sofisticaci—n, producto de la profunda exclusi—n y pobreza de sus sectores m‡s populares.

Palabras clave: Bandidismo, violencia jer‡rquica, poder, pandillismo, violencia marginal, impunidad.

 

Abstract

Latin America has inherited a culture of the violence incarnated in all its forms: the bandit's epic represented a primitive way of violence, agreed to a society of agrarian and capitalist structure. The bandit exerted a certain fascination, perhaps like a counterpoint of the state violence and its ineffective judicial system. The hierarchic violence, as well, includes the ways in which the power has put under the continental society: from the sexual domination and the traffic of people, to the narcoterrorism and the political violence like a culminating point of institutionalized impunity. Finally, the gangs summarizes a marginal violence that, in certain countries, has been organized militarily and with a high degree of sophistication, product of the deep exclusion and poverty of its more popular sectors.

Key Words : Violence, bandit, hierarchic violence, power, impunity, gangs, marginal violence

 

 

L

a presencia omn’moda del poder militar y la secular resistencia nativa inauguraron un largo camino de empecinada crueldad en un continente en el que las guerras intestinas -pero tambiŽn la violencia cotidiana- han tenido una perturbadora presencia hasta nuestros d’as. Una tierra de bandidaje y pirater’a, de dictaduras e impunidad criminal, de caudillajes y guerrillas, atravesada por sistemas econ—micos generadores de violencia sobre el cuerpo individual y social; un territorio en donde esta violencia no ha sido exclusivo monopolio estatal, y ha florecido al calor de sus hondas y persistentes grietas. Las mœltiples formas de la violencia no estatal –bandidajes, levantamientos sociales, contrabando, violencia urbana, guerrilla, narcotr‡fico- han compartido con el Estado fronteras y legitimidades. Incluso, Dubois de Saligny –un diplom‡tico francŽs en el MŽxico de mediados del siglo XIX- hubo de se–alar que el bandidaje mexicano hab’a pasado al estado de instituci—n, con lo que graficaba n’tidamente la imposibilidad f‡ctica del monopolio estatal de la violencia territorial leg’tima, condici—n necesaria de la formaci—n de una naci—n-estado. Si el bandidaje puede ser una instituci—n modelo, es porque comparte con el Estado su origen violento, su legitimidad problem‡tica, su car‡cter contingente (Dabove-J‡uregui 2003).

            AmŽrica Latina rural ha sido el escenario donde florecieron guerras y pulsiones de poder. Esas tierras infinitas, aisladas por su propia extensi—n, han forjado una clase de hombres corajudos, curtidos, muchos de ellos violentos y sin ley. Astucia, codicia y falta de escrœpulos pero tambiŽn instinto y soledad, habilidad y destreza, son atributos de estos seres que, al calor de las sucesivas crisis de poder pol’tico, encontraron en las revueltas, el caos, la anarqu’a y las rebeliones una forma de expresar la violencia.

            El bandido social ha ejercido una cierta forma de fascinaci—n en la historia cultural latinoamericana, como contrapunto de una violencia estatal –y acaso heredero de ella- que ha sabido, por ileg’tima y cruel, de toda clase de excesos, lejanos y recientes. Entre ellos, el genocidio y el terrorismo de Estado; el primero, a travŽs de la eliminaci—n sistem‡tica del Otro, del diferente -Òdesde las cacer’as hasta la esterilizaci—n, desde la falta de atenci—n mŽdica hasta la captura para trabajos forzados, el genocidio ha adquirido metodolog’as mœltiplesÓ (Abramoff 1992)-; el segundo, a travŽs de las dictaduras como recurso pol’tico, y de las persecuciones, torturas, terror y muerte como mŽtodo.

            Pero es tambiŽn en el contexto de las grandes ciudades latinoamericanas, cada vez m‡s globalizadas, que las distintas formas de violencia no estatal deambulan con sostenida impunidad. All’ activa en sus habitantes el miedo y el rechazo a priori de determinadas tribus urbanas percibidas como amenazadoras: narcotraficantes, secuestradores, salteadores, y en las que otras son objeto recurrente de sospecha: inmigrantes, despose’dos, j—venes, etc. En los suburbios urbanos Òsobreviven, entremezclados, autoritarismos con solidaridades vecinales y lealtades a toda prueba, una trama de intercambios y exclusiones que hablan de las transacciones morales sin las cuales resulta imposible sobrevivir en la ciudad, del mestizaje entre la violencia que se sufre y aquella otra desde la que se resisteÓ (Mart’n-Barbero 2004). El marginal de los grandes centros urbanos, el sicario, es la expresi—n del atraso, la pobreza, el desempleo, la ausencia del Estado y una cultura que hunde sus ra’ces en la violencia pol’tica (Ibid). La impunidad ha moldeado las sociedades latinoamericanas: ausencia de condena, de investigaci—n y justicia, y la certeza de que cometer actos il’citos o cr’menes implica no sufrir  pena alguna, vale decir, la aprobaci—n t‡cita de la moralidad de estos delitos.

            AmŽrica Latina ha heredado de su pasado revolucionario y de sus luchas entre los mundos en pugna una cultura en que la violencia ha encarnado todas sus formas posibles: la del Estado y la de los bandidos, la de los poderosos y los sometidos, la violencia Žtnica y la genŽrica, y ha incorporado la crueldad tra’da del viejo continente por los conquistadores y ulteriores inmigrantes a la suya propia, aportada por los nativos y criollos en largos siglos de intentos por encauzar hacia puerto seguro sus destinos a travŽs de una extra–a combinaci—n de armas y coraz—n.

 

Una Žpica de la violencia      

Cuando el orden colonial espa–ol se desmoron—, sobrevino un vac’o de poder canalizado por fuerzas que impusieron su sello a travŽs de la violencia: patriarcas, caudillos, generales, soldados, todos herederos de la hidalgu’a libertadora, opusieron entre s’ su fuerza en un espacio f’sico ind—mito, en el que florecieron las guerras intestinas y los empujes hacia la conquista del poder. A expensas o al margen del poder estatal, aquellos hombres hicieron de la violencia un medio para lograr sus fines, un c—digo de expresi—n, una marca de identidad. Domingo F. Sarmiento escribi— en su ÒFacundoÓ la biograf’a de un hŽroe que es, al mismo tiempo, Òuna manera de ser del pueblo, de sus preocupaciones e instintosÓ, y sostuvo que Facundo –el caudillo riojano Juan Facundo Quiroga- fue el Ògenio b‡rbaroÓ de los llanos solitarios, donde la libertad de una naci—n surg’a de su propio caos. Describi— en su obra –con calidad literaria pero no sin prejuicio de clase- las huellas de la violencia impl’citas en el car‡cter del morador de la interminable geograf’a argentina de su Žpoca:

la inseguridad de la vida, que es habitual y permanente en las campa–as, imprime a mi parecer cierta resignaci—n para la muerte violenta, que hace de ella uno de los percances inseparables de la vida, una manera de morir como cualquier otra, y puede explicar en parte la indiferencia con que dan y reciben la muerte, sin dejar en los que sobreviven, impresiones profundas y duraderas (É) As’ es como empieza a establecerse el predominio de la fuerza brutal, la preponderancia del m‡s fuerte, la autoridad sin l’mites y sin responsabilidad de los que mandan, la justicia administrada sin formas y sin debate (É); a–‡dase que desde la infancia (los gauchos) est‡n habituados a matar las reses, y que este acto de crueldad necesaria los familiariza con el derramamiento de sangre, y endurece su coraz—n contra los gemidos de las v’ctimas.

 

De este modo, resum’a, simplific‡ndola en el tŽrmino barbarie, toda la tragedia latinoamericana.

            La violencia ha expresado el desencuentro y el desencanto, la sumisi—n y la ambici—n, la vergŸenza y la venganza, el choque de metodolog’as dispares. Recorre aun la obscena desigualdad cr—nica, y est‡ impl’cita en la rebeld’a, las represiones y las insurgencias. En ÒCr’tica de la violenciaÓ, Walter Benjamin se–ala que la fascinaci—n que ejerce el gran criminal deriva del tipo de amenaza espec’fica que implica: el gran criminal no quebranta la ley estatal, sino que la confronta con la amenaza de declarar una nueva ley (Dabove-J‡uregui 2003). En AmŽrica Latina, muchas comunidades y sectores sociales han reivindicado en la figura del bandido c—digos de conducta e imaginarios alternativos a aquellos propiciados o impuestos desde el Estado. El bandido funciona como frontera entre espacios de soberan’a: este car‡cter fronterizo hace oscilar a aquella figura entre los extremos de la abyecci—n y la Žpica, entre la fiera y el fundador de ciudades (Ibid).

            Alzados contra la autoridad en mŽrito de alguna injusticia, ciertos bandidos han sido idealizados y perduran como mitos, reverenciados por las clases m‡s despose’das. Relatos y leyendas componen las historias en las que el bandido social adquiere una imagen casi inmaculada: de este modo, la tradici—n oral permite corregir la versi—n de los delitos cometidos y mejorar sus actitudes pr—digas para con los humildes, quienes han protegido a ese criminal en la creencia de que su actividad es la m‡s primitiva forma de protesta social organizada (Ju‡rez 1981).

            En la inmensidad de la ‡rida pampa centro-occidental argentina, Juan Bautista Bairoletto, el Òdelincuente rom‡ntico y generosoÓ –tal como fue considerado por la prensa de su Žpoca- sigue siendo reivindicado como un hŽroe y ha sido canonizado por la devoci—n popular. Posters con su imagen circulan con profusi—n en ese paisaje, y su tumba est‡ agobiada de plaquetas, flores y velas encendidas que demuestran el fervor popular hacia su figura. Las placas exhiben inscripciones de reconocimiento por gracias recibidas, y de milagros que se le atribuyen en materia de salud y bienestar econ—mico. Contempor‡neo a Žl, otro personaje casi novelesco, Mate Cosido (llamado as’ por la sutura de una herida en la cabeza, y no Cocido, como apuntaron diversos cronistas) actu— en el Chaco, otra extensa y desolada regi—n de la llanura argentina. En los dos casos, se trata de zonas con algunos grandes terratenientes, aunque ambas son de poca riqueza. All’, los caminos y las comunicaciones eran deficientes, las polic’as ralas y los trabajadores rurales estaban casi en la indigencia (Ibid). Por lo tanto, la actividad delictiva de ambos hubo de desarrollarse en territorios donde las distancias hac’an dif’ciles e ineficaces la administraci—n de la justicia.

            Estos personajes cimentaron una leyenda sostenida por sus habilidades y h‡bitos, y ciertas anŽcdotas que abonaron sus presuntas personalidades justicieras. Los despose’dos, los trabajadores rurales que hab’an perdido su trabajo o aquellos que viv’an sometidos bajo situaciones injustas, encontraban en ellos a sus vengadores. Aunque esta idealizaci—n de los hechos ten’a en la realidad una dimensi—n distinta y hasta contraria. En el caso de Bairoletto –que luc’a un tatuaje en su brazo izquierdo, un tri‡ngulo que encerraba el nœmero 13 con las iniciales JB, sintom‡ticamente similar a los integrantes de las maras, las pandillas centroamericanas que desde los a–os Õ80 azotan esa regi—n- un peri—dico de la Žpoca explicaba el por quŽ del calificativo de amigo de los pobres que se le adjudicaba:

El apodo le qued— desde el d’a en que asumi— la defensa de numerosos colonos explotados por un usurero ‡rabe. La cosecha hab’a sido magra y los colonos, que hab’an firmado algunos pagarŽs a favor del comerciante, no pudieron levantarlos en su vencimiento (É) Bairoletto tom— por asalto al ‡rabe y le dijo que colocase sobre el tronco de un ‡rbol pr—ximo los veinte pagarŽs firmados (É) Luego, visit— a cada deudor y quem— delante de ellos los pagarŽs que hab’an suscrito (Ibid).

 

            Hist—ricamente, el bandolero represent— una forma primitiva de violencia, acorde a una sociedad de estructura esencialmente agraria y capitalista. El bandidaje ha proliferado en AmŽrica Latina al calor de la hostilidad de un h‡bitat salvaje, la rudeza del hombre que la habita y conoce todos sus secretos, y la ineficacia de la justicia estatal para controlar los enormes territorios que eran escenario de sus aventuras. En muchos casos, el bandido se erige en todo lo que el verdadero Estado no pod’a ser. En una novela del mexicano Manuel Payno, ÒLos bandidos de R’o Fr’oÓ (1891), uno de sus protagonistas, Relumbr—n, -un oficial del ejŽrcito que lleg— a tener una posici—n social privilegiada como ayudante del presidente, un burguŽs nuevo rico con etiquetas de nobleza- urde un plan maestro para que nadie en el pa’s, desde las arcas de la naci—n hasta la caja donde la verdulera del mercado guarda sus ahorros, sea excluido del robo. La novela –segœn Ruiz Abreu (2002)- hizo del robo un patr—n de conducta de la sociedad mexicana, el h‡bito cotidiano de su clase pol’tica. Payno introduce la idea de que todo en MŽxico se encuentra tocado por la gracia poderosa e invencible de la corrupci—n, y exhibe retratos de la desigualdad, el robo organizado y la injusticia como la enfermedad endŽmica que nadie lograba erradicar de la sociedad mexicana del siglo XIX. Robar para aliviar el mal ajeno, pero adem‡s para alimentar la maldad y el destino tr‡gico y oscuro del pueblo, corromper el orden social, desequilibrar el pensamiento y las ideas.

            El nuevo cine mexicano representa Òal hŽroe-bandido del tr‡fico de drogas, que arriesga el pellejo pasando paÕl otro lado, al coraz—n del imperio norteamericano. Pero ya no se trata de bandidos ingenuos o aventureros: utilizan tanto el telŽfono celular como Internet y las antenas parab—licas para sus comunicaciones, se sirven de programas informatizados para regular la agricultura utilizando los avances de la ciencia, las armas m‡s sofisticadas del mercado, y han logrado una penetraci—n tal del poder pol’tico que el otrora Estado fuerte mexicano ha tenido que mostrarse como dŽbil frente a su creciente poderÓ (G—mez 2000). Lo que demuestra que, sea por ausencia de Estado, falta de voluntad pol’tica o la presencia de sistemas judiciales dŽbiles, ineficientes y dependientes, la impunidad ha reinado a discreci—n en todos los ordenes del poder continental.

 

La violencia marginal

La violencia marginal ha roto en LatinoamŽrica todo par‡metro real, y reconoce un sinf’n de or’genes: nuevas formas de composici—n social, resquebrajamiento de los lazos de solidaridad tradicional, retroceso del Estado benefactor, degradaci—n de los proyectos socio-pol’ticos, desvalorizaci—n de la vida, violencia intrafamiliar, metamorfosis de las identidades, cuestionamiento de nuevas formas de subordinaci—n. Esta violencia no s—lo incluye a la calle como territorio, sino que tambiŽn apareci— en espacios institucionales como la escuela, que se halla desbordada e incapacitada para frenarla, y ha dejado de ser un espacio de pertenencia. La violencia marginal suele ser un instrumento utilizado con la intenci—n de acabar con el Otro, Òporque cuando se perdieron referentes –afirma la soci—loga Rossana Reguillo (2005)- el propio cuerpo se convierte en un territorio: y cuando tu cuerpo es tu territorio lo defiendes, y eres capaz de aniquilar al otro si te sientes amenazadoÓ.

            Con la proliferaci—n de las maras -pandillas juveniles que se armaron en Los Angeles y se ramificaron por CentroamŽrica, y que tienen como base la reproducci—n de la violencia social en las calles- la violencia marginal se ha disparado a los extremos: formadas por j—venes que crecieron en los contextos urbanos de los a–os Õ80 (deportados de EEUU, huŽrfanos de la guerra civil centroamericana, v’ctimas de la represi—n ochentista y j—venes socialmente excluidos) estas pandillas se diseminaron entre los hispanos de EEUU, adquirieron caracter’sticas de organizaci—n militarizada y comenzaron a controlar negocios ilegales. Deportados en gran nœmero a sus pa’ses de origen, los mareros encontraron all’ el perfecto campo de cultivo: desocupaci—n de m‡s de la mitad de la poblaci—n activa, pobreza extrema, desnutrici—n y analfabetismo. La corrupci—n y la impunidad hicieron el resto: las maras comenzaron a reproducirse como hormigas carn’voras. Precisamente de ah’ hab’an tomado su nombre, de Marabunta, esa plaga de hormigas que inmortaliz— el film protagonizado por Charlton Heston (Sierra 2005). La pandilla MS (Mara Salvatrucha, ÒsalvaÓ por salvadore–os y ÒtruchaÓ por listos, piolas) es la m‡s conocida y poderosa, con m‡s de 100.000 miembros distribuidos en varios estados de EEUU y en MŽxico, El Salvador, Honduras y Guatemala, con cŽlulas desde Canad‡ hasta Perœ y desde Australia hasta el L’bano. El nœmero 13 es absolutamente representativo entre los mareros, y la letra M es la treceava del abecedario y significa Òvida locaÓ, marihuana. (Etcharren 2005).

            Para comprender esta realidad, es precisa la referencia al fen—meno del pachuquismo y de los cholos: el elemento que las maras recuperan de aquellos movimientos juveniles es, ni m‡s ni menos, el barrio. Es un espacio fundamental, y significa l’mites, delimitaci—n. All’ no s—lo se marcan las lealtades, sino que tambiŽn se exacerba el sentimiento de pertenencia para con la pandilla. La utilizaci—n de armas sofisticadas denota su perfil y su organizaci—n en cŽlulas, y la caracter’stica indumentaria delimita sus rasgos; los cholos introdujeron nuevos elementos en el vestuario hacia los a–os Õ80: abandono de las cabelleras peinadas hacia atr‡s por cabezas con cabellos muy cortos, casi rapadas, shorts largos y camisetas blancas de tirantes o anchas. ÒLas maras recuperaron la gestualidad del cholo, su andar cadencioso, su actitud desafiante, la conformaci—n cinŽtica de las iniciales del barrio o su representaci—n con las manos y los brazos, en donde figuran las letras de su barrio o de su maraÓ (Ibid). Los tatuajes representan la vida emocional de los mareros: c—digos, seres queridos, pa’ses de origen, huellas de asesinatos a pandilleros rivales y polic’as, etc. La mezcla de rap y reggae que en CentroamŽrica se conoce como regat—n, es su mœsica preferida.

            En un trabajo de investigaci—n (Sierra 2005) se compara la estructura de organizaci—n de estas pandillas con las de los denominados pibes chorros de los barrios marginales del Gran Buenos Aires, en Argentina. Las de CentroamŽrica son enormes y transnacionales, las argentinas casi familiares, de escasos integrantes. Las fuentes de financiaci—n son similares en cuanto a la distribuci—n de la droga, no as’ en el volumen. La gran diferencia entre ambas es que las centroamericanas vienen de un medio ambiente militarizado por las guerras civiles, la incursi—n de las guerrillas y el elemento de la migraci—n. ÒLas bandas de pibes chorros no alcanzan este nivel de organizaci—n y sofisticaci—n –explica el soci—logo Alberto Morlachetti (Ibid)-. En los barrios de la Argentina no hay una influencia fuerte de la cultura anglosajona de la pandillaÓ, aunque s’ estŽn dadas las condiciones de marginalidad, pobreza y exclusi—n para que proliferen.

            Por otra parte, los miembros de las maras son j—venes que quedaron sin familia por la guerra y se criaron solos, y por su origen campesino tienen un modo de pensar comunitario, actœan en conjunto, no en forma individual o en muy peque–os grupos como en Argentina. Aunque hoy, la gran mayor’a de los chicos argentinos marginales integran familias no tradicionales, en muchos casos no conocen al padre y a veces la madre convive con varios hombres; tampoco tienen ya memoria de lo que es el trabajo urbano, fabril. Y hay, adem‡s, una incipiente militarizaci—n.

            La cultura de la violencia est‡ internalizada en el imaginario marero, por lo que su empleo es entendido como una conducta corriente y natural, es decir, conforme a sus formas de pensar, sentir y actuar. Pero esta cultura no es de exclusiva pertenencia marera, y seguramente tiene que ver con el contexto sociopol’tico, y con la erosi—n de los estados, la falta de pol’ticas de seguridad ciudadana y de democratizaci—n de las fuerzas pœblicas.

            En algunos pa’ses, las reformas legislativas no han modificado el panorama. Nineth Varenco (2005), pol’tica y luchadora guatemalteca por los derechos humanos, asegur— que todos los intentos de reformas de las leyes de seguridad chocan contra intereses fuertes. ÒNadie quiere que se reforme la ley de armas y municiones porque el armamentismo es dinero en lucro para muchas personas. Nadie quiere que se reforme la ley del sistema privado de polic’as porque hay incluso jueces y funcionarios fiscales que son due–os de estas polic’as privadas, que actœan con mucha impunidad en las callesÓ.

            Las maras constituyen el paradigma de la violencia marginal, por su grado de organizaci—n y su profesionalizaci—n de la criminalidad. Pero los c—digos de esta violencia pueden ser adoptados y adaptados a cada sociedad, en especial en aquellas que evidencian un debilitamiento institucional y pol’tico sobre el que germina la impunidad a gran escala.

 

La violencia jer‡rquica

Las mil formas de la violencia de tipo jer‡rquica comprende los diversos modos en que el ejercicio del poder ha sometido a la experiencia de la violencia real y simb—lica en el continente: violencia social, pol’tica, econ—mica, genŽrica, ejercidas en forma directa e indirecta como un vasallaje o tributo al poderoso. El derecho de pernada, por ejemplo, es una costumbre at‡vica que la vieja Europa arrastr— desde el medioevo, y que permit’a al se–or feudal someter sexualmente a las mujeres antes de que contraigan nupcias o cuando han tenido su primera menstruaci—n. Este vasallaje sexual aun hoy es una pr‡ctica corriente, especialmente en ciertas localidades rurales latinoamericanas, donde prevalece el rŽgimen estanciero: en las haciendas azucareras del nordeste brasile–o, en los ca–averales del noroeste argentino, en las plantaciones de yerba mate del Chaco paraguayo, Òy en los ingenios caucheros del norte de Ecuador, en la zona lim’trofe con Colombia, donde los propietarios practican a destajo las malonadas (derecho de pernada) destruyendo el tejido familiar y condenando a miles de mujeres y ni–os al escarnio y la miseriaÓ (Wurgaft 2003).

            Hay sociedades construidas sobre verdaderos circuitos de violencia. La antrop—loga Rita L. Segato encuentra en la frontera norte de MŽxico, en Ciudad Ju‡rez, un caso emblem‡tico: es un desierto que la gente cada d’a intenta atravesar a pie,

una frontera donde suceden muchas muertes de mujeres, y que coincide con la formaci—n del NAFTA o Tratado de Libre Comercio (una coincidencia significativa); asocie fronteras, NAFTA, maquiladoras, tr‡fico ilegal –no s—lo de drogas- y muertes misteriosas de mujeres. Es la gran frontera del tr‡fico ilegal, en especial de capitales sueltos, no declaradosÓ (Segato 2006).

 La investigadora afirma que las muertes de mujeres consumen esas ganancias que circulan sin declaraci—n, y que son mucho m‡s que muertes como instrumentales, vale decir, cuyos m—viles son la pornograf’a, la donaci—n de —rganos, etc.

ÀQuiŽn duda de que detr‡s de los cr’menes hay alguna asociaci—n de poderes pol’ticos y econ—micos? A punto tal de que, incluso, se exportan, ya que aumentaron significativamente los cr’menes de mujeres en Guatemala; muchos de ellos fueron el resultado de secuestros. En esos cuerpos se inflinge mucho m‡s dolor del que ser’a necesario para matar a alguien, o para violarlo, o para extraer de ese cuerpo un placer sexual. Eso es muy revelador (Ibid).

 Ciudad Ju‡rez es una ciudad borde, el patio industrial de Estados Unidos, una ciudad l’mite entre la realidad y la ficci—n. Es el espacio de la conspiraci—n: de la impunidad de los estamentos de poder, de la corrupci—n y del imperio del dinero (Donoso 2006).

            La violencia de gŽnero queda enmarcada en diferentes formas, que van desde la agresi—n f’sica –con resultado de muerte en infinitas ocasiones- hasta la violencia sexual, la psicol—gica, la econ—mica y la simb—lica; la violencia social se manifiesta en la esclavitud y el tr‡fico de personas; la violencia pol’tica se descubre en la violaci—n como arma de guerra, y ha sido una pr‡ctica traum‡tica extendida en la historia y memoria de la humanidad. Adem‡s, la violencia estructural se asienta en la feminizaci—n de la violencia, la discriminaci—n salarial, la segregaci—n sexual del mercado de trabajo y la doble-triple jornada (Villaplana 2005). Un documental de los a–os Õ90, ÒDaughters of WarÓ, de Mar’a Barea, plante— la necesidad de la lucha por el reconocimiento de la violencia pol’tica del delito de violaci—n como crimen de guerra. Barea apela al contexto de la guerrilla peruana en el que las normas de convivencia han sido aniquiladas, y donde la violencia y el abuso contra las mujeres se han convertido en norma social de conducta. A travŽs de la vida de Gabriela y de un grupo de amigas sobrevivientes formado por j—venes de 17 a–os, en Ayacucho, se descubren los efectos de la guerra civil acaecida en Perœ durante los a–os Õ80, y en el que las drogas y la pobreza han marcado a toda una generaci—n envuelta en el trauma de la historia bŽlica de su pa’s (Ibid).

            Pero en donde la violencia de tipo jer‡rquica baila un minuŽ con la impunidad es en el narcotr‡fico. El caso de R’o de Janeiro es emblem‡tico: all’ el Estado se ha ausentado, y la tremenda pauperizaci—n, su hacinamiento de dŽcadas en favelas y la insoportable desigualdad entre pobres y ricos dispararon al infinito la escalada del narcoterrorismo. A eso, se sum— el interŽs de los Carteles internacionales de utilizar el puerto de la ciudad. En otras ciudades del continente existe un narcotr‡fico protegido por sectores policiales corruptos y de la pol’tica, pero R’o parece la suma de todos los miedos: sus favelas est‡n dominadas por las mafias que manejan la droga, y que reclutan a chicos desde los 11 a–os y les facilitan armas para imponer el terror. En los a–os Õ80, el Estado retrocedi— y favoreci— as’ el crecimiento de las organizaciones criminales; Òtodo se apoy— en un proceso ca—tico de urbanizaci—n, en condiciones de hacinamiento y sin atenci—n estatal. El gobierno permiti— que florecieran m‡s de setecientas favelas sin darles servicios y en medio de la ciudad: el contraste es abismalÓ (Barbano 2003).

            Y es ese contraste el que marca el pulso de la actividad: en R’o y en otras zonas favelizadas del continente, la exclusi—n y la marginaci—n social constituyen el factor determinante de la violencia y la criminalidad: all’, la ausencia de regulaci—n estatal ha sido reemplazada por redes delictivas.

ÒLa relaci—n entre drogas, armas y secuestros –afirma Nilmario Miranda, secretario nacional de Derechos Humanos de Brasil (Ibid)- es directa y estrecha: los narcos necesitan dinero para traficar armas, entonces la obtienen con los secuestros (É). Una de las causas de la situaci—n actual de violencia en R’o es la gran corrupci—n policial. Se fueron corrompiendo con el tiempo y, adem‡s, en los a–os Õ70 y Õ80 hubo convivencia y tolerancia entre los narcos y los pol’ticos (É) Por supuesto, eso est‡ asociado a la corrupci—n de pol’ticos, de la Polic’a y tambiŽn del Poder Judicial, y este es un punto clave de un c’rculo vicioso que genera impunidadÓ.

 

            Garc’a M‡rquez ha visto a la violencia –a travŽs de sus novelas- como uno de los motores generadores de la historia continental. Su Macondo es una historia mareante de Colombia, acaso una de las naciones m‡s violentas de la regi—n. All’, en esa Macondo, la historia oficial se convierte en m‡gica, s—lo son reales los sue–os humanos: represiones, homicidios, secuestros, maltratos, destrucci—n irracional de bienes. En un informe sobre Derechos Humanos del Departamento de Estado de EEUU, hacia finales del siglo XX, la tasa de impunidad en Colombia se encontraba entre el 97 y el 99,5%. Con el pretexto de ayudar militarmente a Colombia en la Òguerra contra las drogasÓ, los Estados Unidos han financiado campa–as de contrainsurgencia y un vasto expolio de tierras por parte de quienes disponen de grandes propiedades: estos terratenientes colombianos pagan a grupos paramilitares para defender –e incrementar- sus posesiones; de este modo, el 42% de las mejores tierras colombianas est‡n en manos de la mafia de la droga. Desde 1986, cada a–o han sido asesinados m‡s colombianos en manos de militares y sus aliados paramilitares que durante los 17 a–os de represi—n pinochetista en Chile. A su vez, los diferentes grupos guerrilleros son responsables de la cuarta parte de los asesinatos con motivaciones pol’ticas (Knoester 2000).

            Colombia es una caldera hirviendo de resentimientos: all’ la violencia, notable por la trasgresi—n de fronteras hacia lo inhumano (el corte de franela, la violencia contra ni–os y mujeres) tiene un elemento que hace pensar que antes de matar al otro hay que humillarlo, anularlo, definirlo como no-humano. No resulta extra–o: quien ha aprendido que se le imponen las cosas con la violencia, no conoce otro mŽtodo que usarla para lograr la peque–a o gran reivindicaci—n.

            Por œltimo, la violencia pol’tica constituye el punto culminante de la impunidad institucionalizada. En AmŽrica Latina, las œltimas dŽcadas del siglo XX fueron de grandes convulsiones socio-pol’ticas: casi todo el continente se vio dominado por dictaduras militares inspiradas en la Doctrina de la Seguridad Nacional, donde la violaci—n de los derechos humanos fundamentales asumi— formas extremas, sistem‡ticas y masivas. Esta doctrina estuvo Òvinculada a un determinado modelo econ—mico pol’tico de caracter’sticas elitistas y verticalistas –asegura la declaraci—n del Documento de Puebla, en 1979 (Ageitos 2004)- que suprimi— toda participaci—n amplia del pueblo de las decisiones pol’ticas. Pretendi— justificarse como doctrina defensora de la civilizaci—n occidental y cristiana, y desarroll— un sistema represivo, en concordancia con su concepto de guerra permanenteÓ. La Doctrina fue el marco y el soporte ideol—gico del desarrollo concreto de un plan de represi—n en nombre de la seguridad nacional, y las Fuerzas Armadas su instrumento ejecutivo.

            De este modo, la otrora dŽbil presencia del Estado mutaba radicalmente en presencia absoluta, omn’moda: represivo y totalitario, este Estado aplic— la violencia en forma sistem‡tica –torturas, asesinatos pol’ticos, secuestros, desapariciones forzadas, genocidio- esgrimiendo una raz—n con la que ha legitimado esa violencia: la defensa de las instituciones, raz—n que exoneraba de sanci—n a los culpables. Los posteriores procesos de amnist’as e indultos a los responsables de esa violencia –llevados a cabo por los gobiernos democr‡ticos que sucedieron, en los a–os Õ80, a las dictaduras- corroboraron la debilidad pol’tica, su impotencia para crear instrumentos legales y la ineficacia y dependencia de los sistemas judiciales. Vale decir, el reinado glorioso de la impunidad.

            Que reprime y destruye la conciencia moral. En el pueblo colombiano de Trujillo se produjo, entre 1988 y 1991, una masacre serial que dej— un saldo de cien v’ctimas fatales. All’, el EjŽrcito y la Polic’a, apoyados econ—mica y log’sticamente por narcotraficantes, asesinaron a peque–os delincuentes y persiguieron, torturaron, secuestraron y desaparecieron a numerosas personas quienes, por participar en movimientos sociales o en acciones de protesta, hab’an sido calificados como simpatizantes de la guerrilla. Algunos de esos asesinatos se llevaron a cabo con mŽtodos extremadamente crueles (mutilaciones y desmembramiento de cuerpos). Los procesos judiciales abiertos por estos hechos concluyeron en la m‡s absoluta impunidad, siendo absueltos todos los victimarios identificados. Las iniciativas para materializar –al menos, de manera simb—lica- la reparaci—n moral a la poblaci—n, como la construcci—n de un monumento a las v’ctimas y un plan de inversi—n social que reconstruya algunos tejidos socio-econ—micos, choc— contra el rechazo no s—lo de las autoridades sino de ciertos sectores de la poblaci—n, apoy‡ndose en la tesis que atribuye al olvido la virtud de facilitar la reconciliaci—n y la construcci—n de un futuro sin odios ni venganzas. El discurso del perd—n fundado en el olvido se volvi— all’ discurso militante: la masacre hab’a dejado huellas profundas y dinamismos destructivos en la conciencia moral de su pueblo. Teniendo en cuenta que ciertos comportamientos de las v’ctimas –denuncia, protesta social, pertenencia a organizaciones reivindicativas o solidarias- fueron castigados con las formas m‡s extremas de crueldad, la poblaci—n tuvo que asimilar compulsivamente la conclusi—n de que sus vidas deb’an ponerse en dilema con esos imperativos de sus conciencias: o se optaba por vivir, reprimiendo la conciencia, o se segu’a la conciencia, arriesgando la vida. De esta forma, la impunidad actu— como un sello que logr— avalar con fuerza esa conclusi—n (Giraldo 1995).

            Este episodio simboliza la larga noche de la violencia y el terrorismo de Estado en que fue sumido el continente, y revela la dolorosa huella del imperio de la impunidad.

 

 

Fuentes

 

ABRAMOFF, Ernesto: Etnocidio. Genocidio. Identidad de los pueblos ind’genas, en GARRETA, Mariano y BELLELLI, Cristina (compiladores): La trama cultural, Buenos Aires, Ediciones Caligraf, 1999.

 

AGEITOS, Stella Maris: La historia de la impunidad. Documento de Puebla (Tercera Conferencia General del Episcopado Latinoamericano: Reflexiones sobre la violencia pol’tica, MŽxico, 1979). En http://www.nuncamas.org/investig*ageito04.htm

 

BARBANO, Rolando: Los narcos en el espejo, en Revista ÒVivaÓ, Ediciones ÒClar’nÓ, Buenos Aires, 29/06/2003.

 

DABOVE, Juan Pablo y JAUREGUI, Carlos: Mapas heterotr—picos de AmŽrica Latina, (introducci—n al volumen ÒHeterotrop’as: narrativas de identidad y alteridad latinoamericanaÓ Pittsburgh, Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana (2003) – En http://www.enfocarte.com

 

DONOSO, Angeles: Violencia y literatura en las fronteras de la realidad latinoamericana, en ÒBifurcaciones. Revista de estudios culturales urbanosÓ http://www.bifurcaciones.cl/005/2666.htm  - Chile, 2006

 

ETCHARREN, Laura InŽs: Las Maras: panorama callejero centroamericano, 12/12/2005. http://www.rodolfowalsh.org/article.php3?id_article=1690

 

GIRALDO, Javier: Sesi—n del Tribunal Permanente de los Pueblos sobre Impunidad – Tribunales en AmŽrica Latina – 2 – en ÒDesde los M‡rgenesÓ  Munster, Alemania – Junio 1995 http://www.javiergiraldo.org/article.php3?id_article=49

 

GOMEZ, Luis E.: Mutaciones posmodernas y Mexicanidad: Inmaterialidad e identidades, Mx, 2000.-

 

JUAREZ, Francisco N.: Los Bandidos Rurales, en ÒLa vida de nuestro puebloÓ Fasc’culo 2 - Centro Editor de AmŽrica LatinaÓ, Buenos Aires, 1981.

 

KNOESTER, Matthew: El papel de Washington en la represi—n de Colombia, en http://www.zmag.org/Spanish/0004colo.htm (Original: editado por ÒZ MagazineÓ, enero 1998) Traducci—n de Mateu Llas y revisi—n de Alfred Sola, abril 2000.

 

MARTIN-BARBERO, Jesœs: Medios y culturas en el espacio latinoamericano, en ÒPensar IberoamŽricaÓ, Revista de Cultura, n¼ 5 – enero/abril 2004 http://www.campus-oei.org/pensariberoamerica/ric05a01.htm

 

REGUILLO, Rossana: cit. en PIOTTO, Alba: La violencia va a la escuela, en Revista ÒVivaÓ, Ediciones ÒClar’nÓ, Buenos Aires, 06/11/2005.

 

RUIZ ABREU, Alvaro: El pueblo como libro de texto, en ÒLa Jornada SemanalÓ, N¼ 386 - 28/07/2002.

 

SARMIENTO, Domingo F.: Facundo, Editorial Tor, Biblioteca Universal, Buenos Aires, 1956

 

SEGATO, Rita L.: Muchos creen que la violencia es base de la masculinidad, en ÒClar’nÓ, Suplemento ÒZonaÓ, Buenos Aires, 22/01/2006. Entrevista de Claudio Martyniuk.

 

SIERRA, Gustavo: Maras: el azote de CentroamŽrica y EEUU, Àllegar‡ a la Argentina?, en ÒClar’nÓ, Suplemento ÒZonaÓ, Buenos Aires, 12/06/2005.

 

VARENCO, Nineth, en Guatemala: Àtierra de impunidad?, en ÒEl Confidencial.comÓ http://www2.elconfidencial.com/solidaridad/noticia.php?noticia=374 19/10/2005 y en BBC Mundo.com – Entrevista a la diputada guatemalteca

 

VILLAPLANA, Virginia : GŽnero, representaci—n y formas de violencia, en http://www.rebelion.org/ 7/12/2005

 

WURGAFT, Ramy: El derecho de pernada pervive, en ÒRebeli—nÓ, en www.rebelion.org/ddhh/  06/03/2003