Federici, Marco.Entre oralidad y escritura, entre crónica y cuento: El hablador de Mario Vargas Llosa”. Culturas Populares. Revista Electrónica 6 (enero-junio 2008).

http://www.culturaspopulares.org/textos6/articulos/federici.htm

 

ISSN: 1886-5623

 

 

Entre oralidad y escritura, entre crónica y cuento:

El hablador de Mario Vargas Llosa[1]

 

 

Marco Federici

Departamento de “Studi Europei e Interculturali

Universidad de Roma “La Sapienza”

 

Resumen

El análisis propuesto en el siguiente estudio trata un asunto fundamental: la importancia del respeto de reglas determinadas de la oralidad en las narraciones de dos voces distintas. El trabajo separa, siguiendo en esto al mismo Mario Vargas Llosa, las modalidades narrativas del hombre indígena y las del hombre civilizado, analizando las diferencias y peculiaridades, para llegar a demostrar cómo las mismas confluyen en una única narración global que no hace más que reproducir voces y personas por medio de la memoria.

Palabras clave: oralidad, escritura, hablador, cuento, crónica, Mario Vargas Llosa.

 

Abstract

The analysis I suggest in the following study deal a basic theme: the importance of respecting particular oral rules in the narrations of two different voices. Here I want to separate, as the same Mario Vargas Llosa, the way that the native and civilized men tell. Then, I suggest an analysis of their differences and peculiarity, to show as their voices meet themselves in a final global narration that doesn’t do more than to recreate situations and people by using memory.

Keywords: oral, writing, storyteller, tale, chronicle, Mario Vargas Llosa.

 

La oralidad en El hablador

H

ablar de oralidad en El hablador[2] de Mario Vargas Llosa significa analizar la característica estructura del texto, no solo a nivel de construcción del período o elección de un vocabulario que pertenezca más a la lengua hablada o escrita, sino también, y sobre todo, a nivel de la estructura global de la novela. Aunque una primera y superficial lectura puede desvelar una desarmante sencillez de elaboración y escritura, si nos detenemos en el texto y reflexionamos de manera más profunda, la obra nos manifiesta toda su complejidad. La construcción de la novela en su totalidad, en que se alternan capítulos que saltan de un escenario al otro, puede inicialmente confundir al lector, que se encuentra desorientado entre los imprevistos cambios espacio-temporales y lingüísticos. En una entrevista concedida a un programa de televisión, Isabel Allende fue invitada a preguntar algo, “de narradora a narrador”, a Mario Vargas Llosa:

 

¿Cómo hace para saltarse de una escena a otra, de un espacio a otro, de un tiempo a otro, sin transición, sin que se le pierda el lector? Yo lo visualizo escribiendo su novela cronológica, perfectamente ordenada, luego que la corta con tijera y la pega. ¿Cómo lo hace? [3]

 

Mario Vargas Llosa, contestando a la anterior pregunta, negó, naturalmente, que él utilizara esa técnica de collage, defendiendo la espontaneidad de su estilo y remitiendo el origen de esta técnica a sus modelos literarios. Hablando de estos, se detuvo especialmente en André Malraux y en una técnica narrativa concreta:

 

La técnica de la radio que trata de conectar distintas estaciones: en una responden los fascistas, en otra los republicanos y, poco a poco, vemos desplegarse verdaderamente toda una sociedad[4].

 

La intención evidente del autor peruano en sus novelas es, pues, la de representar muchas caras de la misma realidad proponiendo, en el caso de El hablador, una visión del Perú de los años cincuenta, mostrando la realidad ciudadana y civilizada en relación a la amazónica e indígena. El ejemplo de sus modelos literarios y la ya adquirida espontaneidad de su estilo lo llevan a estructurar sus novelas sin una aparente cronología de los acontecimientos. Al mismo tiempo, aunque esta técnica narrativa es el fruto natural de una contaminación artística, él es perfectamente consciente del objetivo y del sentido de su estilo narrativo: querer mostrar una sociedad en todas sus facetas. Tras su respuesta a Isabel Allende, él declara la ambición de querer mostrar en su escritura una totalidad, presentar una historia y exponerla dentro de un mundo social, y no simplemente contar una historia extrapolándola de su contexto. Además, con la referencia al ejemplo de la radio, llama nuestra atención sobre la cuestión de la oralidad que, dentro de la novela de El hablador, surge con fuerza hasta convertirse en el motivo central de toda la narración.

La referencia a la radio, y la construcción de esa técnica en la alternancia de los capítulos de la novela, nos transmiten la intención del autor de llevar a la escritura algo que es propiamente oral. Organizar una novela tratando de reproducir el zapping entre las cadenas radiofónicas deja al lector desorientado, sobre todo porque pierde las referencias espacio-temporales que espera encontrar en un cuento escrito. En El hablador de Mario Vargas Llosa esas referencias no pueden encontrarse, porque están siendo reproducidas por escrito situaciones y dinámicas propias de una producción oral y que se encuentran aquí completamente descontextualizadas. El medio y el canal de transmisión sigue siendo, por lo tanto, el texto escrito, mientras la técnica de comunicación va cambiando, desplazándose de la radio al libro, y de la oralidad a la escritura.

Por las técnicas que se usan y por los paisajes en que la narración se desarrolla, la novela sobre el hablador machiguenga recuerda de modo desarmante otras dos novelas del mismo Mario Vargas Llosa: La casa verde[5] y La tía Julia y el escribidor[6]. En la primera, la historia está en gran parte ambientada en la selva amazónica y en el universo indígena, y el punto central del cuento es la Amazonía y las poblaciones indígenas. Pero lo que señala de manera evidente la diferencia entre las dos novelas es la oposición entre el silencio del protagonista indígena de La casa verde –Jum–, y la locuacidad del hablador machiguenga[7]. En la segunda, los puntos de contacto con El hablador se hallan sobre todo en la alternancia de los capítulos y en su presentación bajo forma de recuerdo, de memoria, de un narrador que presenta características biográficas muy cercanas, hasta idénticas, a las del autor. La diferencia sustancial, y sobre la que quiero detenerme entre las dos novelas, queda en evidencia en las narraciones que no pertenecen al alter ego del autor: en la novela de la tía Julia la segunda narración pertenece a Pedro Camacho, “el Balzac criollo, mientras que, en El hablador, la voz de quien habla pertenece a Saúl Zuratas, en la piel de un narrador indígena. Lo que aleja las dos figuras es sobre todo la manera de contar[8].

Por lo tanto, resulta aún más evidente cómo esta fundamental distinción se refleja notablemente en las narraciones de los dos personajes: el discurso del narrador machiguenga resulta ser la transcripción de una narración oral, hecha de recuerdos personales y de memoria colectiva.

Volviendo a El hablador, la novela presenta dos narraciones distintas y dos diferentes narradores, que se identifican con el autor mismo y con un hablador, es decir un narrador de cuentos machiguenga inicialmente no bien identificado. Excluyendo el primer capítulo, que sirve para representar e introducir el mecanismo de reconstrucción de los recuerdos y que pone en marcha la memoria del narrador principal, en la historia se alternan continuamente el narrador indígena y el civilizado[9], el personaje autor. Es evidente que los dos personajes mensajeros presentan características diferentes y peculiares: los dos con elementos que pertenecen a la oralidad pero que resultan estar encajados en dos universos distintos: el del peruano civilizado y el de la selva. Ambos recurren al uso de un período corto, cuya puntuación denota un ritmo que pertenece a la lengua hablada, aunque el narrador civilizado es decididamente más propenso a la hipotaxis, mientras que el indígena recurre abiertamente a la parataxis, y su diccionario es diferente porque es fiel espejo de la realidad en la que viven.

Para comprender mejor las sustanciales oposiciones estilísticas y de organización del discurso dentro de las dos narraciones, me parece relevante la observación hecha por Catherine Poupeney Hart[10], que señala en la novela analizada las cuestiones de la función social del artista y su relación con un pasado local nunca abolido completamente, y que aprecia las numerosas facetas de un fenómeno que aparece fundamental en la literatura latinoamericana desde el período colonial, que se concreta en la distinción definida por la relación antinómica entre la figura del “cronista” y la del “hablador”. Los dos personajes cuentan algo, pero sus discursos se organizan sobre dos planos muy diferentes y contrapuestos: por un lado tenemos un discurso completamente lógico y racional; por el otro, un discurso que se mueve hacia el mito. Con esta reflexión creo que se pueden analizar las peculiaridades de las dos narraciones paralelas, y evidenciar cómo ambas proponen un cuento en forma oral.

La narración del “cronista”

La narración del cronista, o narrador civilizado, empieza en forma de memoria de un pasado no muy reciente. Luego sigue bajo la forma de investigación sobre la figura del hablador machiguenga, que se descubrirá que es Saúl, el amigo de juventud. Este paso hacia un análisis más profundo revela todo el trasfondo racional que caracteriza el discurso, y nos orienta hacia el descubrimiento de una historia oculta que será desvelada solo al final de la novela. Catherine P. Hart[11] subraya cómo esta narración posee las características de un diario de viaje, que insiste en las repeticiones de los lugares, de los asentamientos de las tribus, mantiene una disposición decididamente lineal de los hechos que constituyen el recorrido de la investigación, y evidencia un constante respeto hacia la cronología de los acontecimientos.

El patente testimonio de que el narrador está conduciendo una investigación real y encaminada a descubrir lo más posible de los habladores indígenas, surge de su constante referencia a personajes del tipo de antropólogos o misioneros ligados a la selva, o a las búsquedas hechas en los archivos o en las bibliotecas[12]. También tenemos que añadir que el recurso a la transcripción de cartas privadas, como las del amigo Saúl, o de documentos autóctonos, o los frecuentes agradecimientos a personajes que participan en los episodios contados, resultan ser elementos típicos de los diarios de viaje[13].

Lo que, sin embargo, caracteriza la narración de esta investigación es la familiaridad con que el relato se desarrolla. Lo que quiero decir es que, más que leer un diario de viaje o unas memorias de un “cronista”, parece como si se escuchase la narración de un viaje o los recuerdos de un viajero. Recuerdos contados en primera persona, y que conciernen principalmente a la esfera privada, inherentes a la relación de amistad con Saúl Zuratas, a la separación de este último, y a la voluntad de indagar sobre lo que este le ha dejado en herencia: la figura del narrador indígena. Además, en el momento en que la narración sigue relatando lo que sucede después de la separación de los dos amigos, la memoria y el recuerdo se insertan en el camino de la vida del narrador, en sus experiencias personales que funcionan en torno a lo que se convertirá en su objetivo principal: escribir una novela sobre los habladores machiguengas.

En este momento entra en juego la memoria, característica fundamental para contar lo que se sabe o lo que se ha escuchado, sin referencias escritas anteriores; la memoria aporta cambios notables dentro del cuento, porque, para citar las palabras del mismo Vargas Llosa:

 

Es una pura trampa: corrige, sutilmente acomoda el pasado en función del presente. […] pero mi memoria no puede haber fabricado totalmente la feroz catilinaria de Mascarita contra el Instituto Lingüístico de Verano, que me parece estar oyendo, veintisiete años después […] (El hablador, cap. IV, p. 93)

 

Entonces, la historia contada no dice la pura verdad, sino que depende de la reconstrucción de la memoria, de un compromiso necesario y dictado por la ficción. Dicha consideración se revela en el momento en que el narrador trata de imaginar a Mascarita en los años de su separación:

 

Aunque no me fío mucho de mi memoria en esto. Tal vez siguiera siendo el mismo Mascarita risueño y parlanchín al que conocí en 1953 y mi fantasía lo cambie para que encaje mejor con el otro, el de los años futuros, ese que ya no conocí y al que –puesto que he cedido a la maldita tentación de escribir sobre él- debo inventar. (El hablador, cap. II, p. 37)

 

Entonces, pues, la memoria corrige y arregla en función de lo que sirve al momento. Esto es lo que nos está diciendo el autor, subrayando que está reproduciendo por escrito lo que en el pasado ha escuchado oralmente. Está confiando en su memoria, tratando de recordar diálogos y momentos a los que se refiere, pero, al mismo tiempo, nos está comunicando que este recurso es el centro de toda su narración. También trata de justificarse frente de una eventual acusación de labilidad de la memoria, afirmando que esta no puede haber inventado todo, y subrayando su condición de simple testigo de lo que ocurrió, ya que todavía le parece escuchar las palabras del amigo.

El efecto que se produce acerca la novela a una representación visual de las escenas, y devuelve al lector el papel de espectador inerme, que no puede interrelacionarse de ningún modo con el narrador. Vuelve así, de manera prepotente, la técnica de la radio sobre la que llamé la atención al principio del capítulo: escuchar un serial radiofónico bien se acerca a la lectura de El hablador, porque la novela reconstruye técnicas y sensaciones semejantes a la radio.

Creo que una eventual adaptación radiofónica comportaría pocas tretas e imperceptibles modificaciones.

Durante este proceso, el narrador intenta crear de nuevo la voz de Saúl, manipulándola. Recuerda y transcribe los discursos hechos en los tiempos de la universidad, sobre todo los que trataban de las tribus indígenas de Amazonía, y los recrea poniéndolos en boca del amigo. No es la primera ni la única vez que Mario Vargas Llosa usa este tipo de estrategia: podemos hallar un proceso análogo en La tía Julia y el escribidor, tras el cual parece que Julia Urquidi Illanes, la primera mujer del escritor, no sintiéndose correctamente representada, hizo publicar el libro Lo que Varguitas no dijo[14], en el que deja constancia de su punto de vista, convencida de que este había quedado descuidado en la novela del marido de entonces[15].

Para cumplir esta operación de recreación lingüística dentro de El hablador, el narrador adopta la forma de hablar del amigo hebreo; un mecanismo que se hace evidente sobre todo por la frecuente reiteración del término “compadre”, y a la vez eficaz para transmitir la pasión y la tendencia a la exageración del joven y enigmático amigo. Dando voz a su imagen de Saúl, se nota la voluntad de recrear una conversación oral, empleando sobre todo el léxico propio de la lengua hablada y poco conforme con el uso de la escritura. El recurso a términos eufemísticos como “caracho”, a imprecaciones como “carajo” o “se ha jodido”, a expresiones idiomáticas como “pa su macho”, a frases hechas o a refranes como “cada loco con su tema”, indica un empleo preponderante de la lengua hablada, del lenguaje coloquial, dentro de un texto escrito: se potencia así la sensación de transcripción real de lo que se dijo.

Se hace evidente la voluntad de escribir como si se hablara, y la voluntad de que todas las características de la oralidad confluyan en la escritura. Esta consideración es realzada por un elemento del texto que casi podría definirse como un ‘lapsus’. Me refiero al capítulo de la novela en que se cuenta el programa televisivo La Torre de Babel, concretamente el momento en que el narrador habla de los miembros de su equipo[16]. El primero que se menciona es un cierto Luis Llosa, pero después de esta primera presentación el personaje cambia de nombre y se transforma en Lucho Llosa, identidad con la que se quedará hasta el final.

Al descubrir tal discrepancia, hay dos hipótesis para justificarla: podría uno fácilmente pensar en un error o en un lapsus del escritor, o también pensar en el uso de un término hipocorístico, cariñoso[17]. Pero la consideración sobre la que yo quisiera poner el acento es el porqué de este cambio involuntario y no corregido a propósito: me parece importante reflexionar sobre el hecho de que la ausencia de corrección quiere ser indicio de reproducción del lenguaje oral. En efecto, si valoramos la hipótesis del lapsus, sabemos que este esconde a menudo un deseo inconsciente que se expresa involuntariamente en la lengua escrita u oral. La diferencia que hay es que mientras en la oralidad no siempre nos damos cuenta de haber cometido imprecisiones, y no siempre podemos corregirlas por nosotros mismos si no media alguien que nos las señala, en la lengua escrita hasta una simple relectura nos puede llamar la atención sobre el error y puede permitirnos la corrección y evitar la perpetuación del lapsus. Localizar el lapsus no ha sido muy difícil: si se ha hecho caso a lo escrito en la novela, se nota que el nombre Luis Llosa no aparece por primera vez en el capítulo en cuestión. Personalmente creo que puede tratarse del nombre de la persona a quien Vargas Llosa dedica la novela[18]: un pariente por parte de la madre, Dora Llosa Ureta.

Si en cambio queremos dar crédito a la hipótesis del uso de un término hipocorístico, siempre estamos frente de un uso oral de la palabra: entonces, los hipocorísticos tienen un uso coloquial y familiar y nacen del lenguaje de los niños o de los adultos que los imitan. En este caso, el autor está hablando de la misma persona y lo hace con cercanía y cariño. Lo interesante es que también bajo el nombre Lucho Llosa encontramos un parentesco del autor: precisamente, se trata de un tío materno, una de las personas que el autor más quiere y que más vivo se mantiene en sus recuerdos personales de infancia[19].

En conclusión, la hipótesis que sostengo sobre este caso es que, probablemente, no se ha corregido el uso del doble nombre porque un lector hispano hablante no lo percibe como un error, porque no se trata de un descuido tan patente sino de un rasgo de oralidad, un cambio intencional. Creo que el autor, mientras escribía dicho capítulo de su novela, pensaba en este pariente suyo Luis al que le dedicó la obra, y escribió en seguida el hipocorístico con que amablemente lo llamaba: Lucho.

Además, la inserción de elementos biográficos dentro de sus novelas es una de las características del estilo del autor peruano, y uno de los motores principales de toda su obra[20], y el caso de los dos Llosa que aparecen en el capítulo al que me refiero es el menos evidente de todas las referencias autobiográficas. El error involuntario, el lapsus, puede ser por lo tanto posible, y creo que sería esta una hipótesis bastante fundamentada; lo que importa no es de dónde, cómo o porqué habrá surgido, sino el hecho de que no haya sido corregido dentro de una novela que, indudablemente, ha sido una y mil veces leído y releída antes de su publicación.

El recurso a la memoria, y sobre todo el remarcar continuamente su índole engañosa, y el ejemplo del lapsus del que he hablado ahora mismo, denotan cierta inseguridad en la narración, casi engendrada por un sentido de parcial desconfianza en la memoria misma. Afirmaciones como “he pensado mucho en esto”[21], y “debo inventar”[22], convierten al narrador en un cronista no muy fiable, y confieren un tono de inseguridad a sus palabras. Además, la narración recurre frecuentemente a términos que otorgan un sentido incierto a las frases: el uso de adverbios como “tal vez”, “quizás” o “pues”, o de exclamaciones como “parece” o “me parece”, al interior o al final del período, confirman e incrementan este sentido de incertidumbre que acaba sin afirmar una verdad definitiva, difícil de reconstruir.

Su posición también nos lleva a pensar en la construcción de un período típico de la oralidad. Me refiero sobre todo al verbo “parecer” o al adverbio “pues”, que siempre se hallan al final del período, y precedidos por una coma. Esta característica manera de escribir evidencia un pensamiento o una investigación en curso, en el momento mismo en que se habla. Por eso, la narración se parece a un proceso que se va desarrollando: las ideas y el cuento parecen nacer y desarrollarse en paralelo. El autor a menudo repite su primera intención, que sería la de escribir una novela sobre los habladores machiguengas, y para hacerlo necesita informarse, saber y descubrir cuanto más sea posible sobre sus existencias y sobre sus papeles dentro de la comunidad indígena.

Esta investigación es el marco en que la novela se desarrolla, y en el que se llega a la solución final del enigma sobre la identidad del amigo hebreo convertido en hablador. Así se cierra la incesante búsqueda de lo que, en realidad, era algo decididamente cercano y familiar.

Además, me parece significativo reflexionar sobre otro elemento lingüístico que muestra claramente ser reflejo de la lengua hablada: el empleo de los diminutivos. Toda la novela está llena de sustantivos o adjetivos con el sufijo -ito del diminutivo[23]. Esta tendencia al diminutivo, presente sobre todo en Latinoamérica, es característica del lenguaje hablado. En una traducción del texto, este matiz lingüístico se irá perdiendo de manera inevitable por la peculiaridad que existe en el empleo del diminutivo en la lengua española: en una lengua como el italiano, por ejemplo, una reiteración tan incesante al diminutivo provocaría un sentido irónico, casi burlesco y chistoso. Lo fundamental es que, en las dos lenguas, se trataría de un modo de hablar característico de la oralidad, que el autor nos presenta casi exclusivamente en el momento en que recrea un diálogo dentro de la narración.

Quisiera ahora detenerme sobre una reflexión que Catherine Poupenay Hart hace en su artículo[24], llamando la atención sobre las primeras páginas de la novela y sobre la ambientación del primer capítulo en el momento en que el narrador se encuentra frente de la exposición fotográfica sobre los machiguengas. Según la profesora Hart, esta es la primera señal de un binomio antinómico que se va desarrollando a lo largo de toda la novela: la relación entre civilización y barbarie. La ambientación del siguiente capítulo es Florencia, la cuna del Renacimiento italiano y europeo y “de la cultura occidental moderna”[25]; donde el autor-narrador se encuentra por un motivo bien preciso: “olvidarme […] del Perú y de los peruanos[26]”, y enriquecer su formación literaria a partir de la lectura de autores clásicos como Dante y Maquiavelo. La profesora Hart llama la atención, por lo tanto, sobre cómo este proceso de occidentalización se interrumpe bruscamente o se relega a un segundo nivel por la intrusión inesperada de una de las realidades de su país: la oralidad de la edad de la piedra. La respuesta a tal irrupción es un irresistible deseo de ir a contemplar la exposición fotográfica, de saborear el gusto de la selva peruana, de su tierra, de sus habitantes. La antinomia no concierne solamente a la relación entre Florencia y la selva amazónica, sino también entre lo que para el escritor representan estos dos lugares, en los que, por un lado, encontramos a dos maestros de la escritura y, por el otro, una población alfabetizada, en la que la oralidad es instrumento fundamental, y quizás único, para el sostenimiento de la comunidad. El paralelo entre civilización y barbarie se desarrollará también en el último capítulo de la novela, cuando el autor piensa en la dificultad de la escritura oral y reflexiona de este modo:

Hablar como habla un hablador es haber llegado a sentir y vivir lo más íntimo de esa cultura, haber calado en sus entresijos, llegado al tuétano de su historia y su mitología, somatizado sus tabúes, reflejos, apetitos y terrores ancestrales. Es ser, de la manera más esencial que cabe, un machiguenga raigal, uno más de la antiquísima estirpe que, ya en aquella época en que esta Firenze en la que escribo producía su efervescencia cegadora de ideas, imágenes, edificios, crímenes e intrigas, recorría los bosques de mi país llevando y trayendo las anécdotas, las mentiras, las fabulaciones, las chismografías y los chistes que hacen de ese pueblo de seres dispersos una comunidad y mantiene vivo entre ellos el sentimiento de estar juntos, de constituir algo fraterno y compacto. (El hablador, cap. VIII, p. 234)

 

A una Florencia proyectada hacia el progreso y hacia la modernidad, productora de intrigas, discordias y desórdenes, se contrapone la realidad de los indígenas de la Amazonía que, a través de la simple estrategia de contar historias o anécdotas busca el mantenimiento de la comunidad, su supervivencia en orden y unidad. Partiendo del binomio oralidad-escritura, el círculo se extiende hasta comprender muchos otros conceptos, como el de civilización-barbarie, orden-desorden o unión-desunión de una comunidad, aunque el binomio original sea el punto nodal de la novela entera y la narración de los hechos. Si, en efecto, en el cuento del narrador-autor son rastreables algunos rasgos de oralidad, podemos concluir que esto responde a determinadas exigencias de la lengua escrita, y que se opone fuertemente al estilo de los capítulos impares, en los que la narración queda en boca del hablador machiguenga y presenta las marcas de la transmisión oral.

La narración del “hablador”

La parte de la novela en la que más evidente se hace el recurso a la recreación de la voz oral es la que concierne a los capítulos impares, dedicados a los cuentos del narrador indígena. Ahí la importancia de la palabra es la clave de la narración, el motivo central de la existencia misma del pueblo indígena, el único medio de transmisión de la cultura. Esa importancia es subrayada en el cuento de Tasurinchi-Gregorio, en el que el hablador se transforma en insecto y describe las dificultades de supervivencia que encuentra un animal pequeño, y que sobre todo conciernen a su esfera privada: es decir, cómo sus afectos reaccionan al encontrarlo en aquella condición.

Principalmente el concepto en el que queda focalizada la atención es la pérdida de la palabra: el hablador se pregunta enseguida cómo puede pedir ayuda sin poder hablar, definiendo ese estado de cosas como el “peor tormento”[27]. El tema principal es, por lo tanto, la mudez que relega el protagonista a un estado de invisibilidad; no se trata solo de un cambio, de una metamorfosis física, sino también de un paso hacia un estado que no es humano: el nuevo papel que asume lo hace inadecuado para la vida de una comunidad en la que, en el caso de los machiguengas, la palabra y su empleo son fundamentales para la supervivencia de la misma. La pérdida de la palabra significa quedar aislado, en imposibilidad de comunicar. De cara a su familia, la mudez lo convierte en un muerto; la ausencia del lenguaje y de identidad humana hace que él no sea aceptado por su sociedad. La palabra, la voz, la comunicación, sobre todo la verbal, son el hilo conductor de todos los capítulos que están puestos en boca del narrador indígena. La historia de Tasurinchi-Gregorio encierra en sí todos esos elementos, que ya se han presentado de otra forma cada vez que la palabra pasa al hablador indígena.

El hablador machiguenga aparece por primera vez en el tercer capítulo, y lo hace de una manera que se definiría como repentina y que sorprende al lector. Este efecto de despiste creo que se puede atribuir a un repentino cambio de registro y de narración. Los cuentos del hablador indígena a menudo carecen de una fórmula introductoria, que está normalmente presente en todo tipo de cuento y que es necesaria para preparar las expectativas de recepción de quien escucha, permitiéndole la entrada en otro mundo. Pasando de la narración del autor-narrador a la del hablador, hay un tipo de oposición entre dos modos diferentes de contar, en los que la oralidad se contrapone a la escritura como canal de comunicación privilegiado. Esto crea una marcada separación entre los capítulos dedicados a uno y otro narrador, crea sensaciones notablemente diferentes de las anteriores e inserta elementos que hasta aquel momento resultaban completamente ausentes, porque pertenecen a la órbita de una transmisión de tipo absolutamente oral. El recurso total a la transcripción de la oralidad permite crear una serie de matices que, en la escritura, inevitablemente se habrían perdido, como por ejemplo la apelación directa a los interlocutores[28].

Así pues, leemos, pero en realidad asistimos a una narración en la que no solamente la vista está implicada: también lo están otros sentidos; por eso es exigida una mayor atención y esfuerzo. El cambio de esquema que de repente afecta al lector le convierte en tácito espectador. Por eso no existe un narrador externo real y omnisciente, porque es el mismo lector-espectador-oyente el que no puede, de ningún modo, intervenir en los cuentos del hablador. Me parece evidente la intención de querer reconstruir la ambientación y las sensaciones presentes durante los cuentos de la “memoria” de los indígenas, en el momento en que se asiste directamente a una de las reuniones de la comunidad para escuchar al hablador. Casi parece participar, silenciosamente, igual que Edwin Schneil, el antropólogo que vive en una de las comunidades machiguengas con su mujer y que, en la novela, se dice haber tenido la suerte de encontrar cara a cara, y por dos veces, a uno de esos habladores[29]. Durante el primero de esos encuentros, el antropólogo es invitado sin reservas a escuchar el “monólogo” del hablador, que contó sin parar, y a tal velocidad que “costó trabajo seguirlo”, porque también lo hizo por mucho tiempo. Ahora bien, esto es lo que el hablador hace en la novela: contar más de una anécdota y más de una leyenda, y usar una terminología y unas expresiones que cansan notablemente al lector-espectador. Además, el episodio en que el antropólogo habla del encuentro con el hablador indígena nos muestra los argumentos tratados por el orador: estos cifran nada más que el contenido de todo lo que ha sido leído en los capítulos impares, en los que se hallan las historias del hablador[30].

El hecho de que estas palabras se hallen dentro de uno de los últimos capítulos de la novela nos permite comprender plenamente que antes habíamos estado asistiendo al cuento de un hablador, y lo hacíamos como si nos hubiésemos sentado en el círculo de personas que lo rodeaban, según queda representado en la foto de Malafatti que, en el primer capítulo, captura la atención del protagonista y estimula sus recuerdos. Como Edwin Schneil, el lector está invitado a asistir a los cuentos del hablador; y será el mismo antropólogo quién nos explicará el hecho al que hemos asistido, y el porqué de aquellas reuniones y la función social del hablador, y la importancia de la transmisión oral para la supervivencia de toda una comunidad.

La fórmula ritual[31] y recurrente que sanciona la pertenencia a una comunidad, y que señala el paso de la modalidad del cuento a la del comentario, es la que cierra cada cuento del hablador indígena: “eso es, al menos, lo que yo he sabido”. Esta fórmula parece otorgar al sujeto del discurso, y a quien lo pronuncia, el papel de poseedor de la verdad absoluta y completa; además, exculpa al narrador de eventuales discrepancias respecto del cuento original, causadas por interferencias de la transmisión oral, que cambia y modela la narración en función de la memoria, haciéndola en cada ocasión única y singular. Lo de una narración que varía constantemente es una exigencia y una peculiaridad de la transmisión oral que, puntualmente, caracteriza los cuentos indígenas. El mismo hablador admite a menudo haber aprendido lo que cuenta de otros miembros de su misma comunidad, acepta que ha mantenido el recuerdo y que desea su transmisión para que no se pierda la sabiduría, la memoria del pueblo, y para que se tengan en cuenta las experiencias ajenas de salvaguarda de las tradiciones, los mitos y las leyendas de la tribu.

La voluntad de creación de un discurso oral se aprecia también en la estructura misma del período de frase, de la puntuación y del empleo de precisos tiempos verbales hipotéticos como el condicional o el futuro. La narración predominantemente resulta paratáctica, formada por períodos que a menudo son breves y que, a través de la puntuación, condicionan la lectura con pausas inesperadas y repentinas, no naturales, que la devuelven fragmentada y poco fluida. Si además estos elementos se acercan al empleo constante de los tiempos verbales hipotéticos y de adverbios o locuciones de que ya he hablado, el cuento asume un tono de reflexión, de pensamiento en acto.

La sensación que se siente es la de que estamos ante un razonamiento y un pensamiento en proceso de materialización, en el momento mismo en que la palabra está tomando forma; esta es la particularidad que devuelve el discurso oral completamente mudable al momento mismo en que se pronuncia. Además, el tono hipotético que la narración asume contribuye a confirmar que se trata de cuentos que derivan de otros cuentos, siempre transmitidos oralmente, y que, por eso, pueden no ser completamente fieles a la versión escuchada originariamente. Una vez más, el hablador parece inconscientemente disculparse de la posibilidad de haber omitido o cambiado algunas partes del cuento, y se limita a referir lo que ha escuchado, “lo que, al menos, él ha sabido”.

Además, se puede advertir otra sustancial diferencia entre las dos narraciones, que resulta ser fundamental para subrayar la separación entre oralidad y escritura. Los cuentos engastados en los capítulos en cuestión, los que pertenecen al narrador indígena, carecen de una dimensión explicativa y descriptiva que, en la escritura, generalmente atañe a la voz narradora. Tal carencia resulta característica de la oralidad, y permite al lector-oyente figurarse con su propia mente las imágenes de la ambientación y de los participantes al cuento. Aquí no existen elementos que introduzcan el discurso de los participantes en el cuento, porque se trata, esencialmente, de un monólogo del hablador. Pero, cuando el auditorio interviene y hace sus aportaciones, a través a veces de una simple marca no verbal como una carcajada, tales actitudes nunca son introducidas por una voz narradora externa, sino que es el mismo hablador el que propicia la participación de su público desde fuera del cuento, y alienta su intervención, invitándolo a mantener la atención, o bien introduciendo el cuento que se prepara a contar con la fórmula “esa es la historia de […]”. Todo ocurre siempre dentro del cuento, como si estuviéramos participando en este. Esta ausencia de la transposición escrita de las descripciones contribuye notablemente al despiste del lector, quien inevitablemente pierde todas las referencias espaciales.

Deteniéndonos sobre el discurso de la transmisión oral a partir de un único testimonio original, debemos hacer algunas precisiones sobre la narración del hablador: él va repitiendo más veces, y sin ninguna reserva, que ha tomado las anécdotas y las historias que cuenta de otros miembros de la tribu, durante sus peregrinaciones. Sus fuentes primarias resultan ser otras personas, o seres animados, y en eso ya encontramos una posible y, creo yo, inevitable variación con respecto al cuento original. Si luego tomamos en consideración el hecho de que el hablador, Saúl Zuratas, no es un real nativo machiguenga, sino un aborigen de adopción, podemos pensar que cifra en sí, aunque en mínima medida, algún eco de su cultura madre y del entorno en el que creció. Aunque habla perfectamente la lengua de los nativos, necesariamente sufrirá la influencia de su lengua materna y de esa impostación mental.

No debemos, por tanto, olvidar que el narrador indígena cuenta sus historias en la lengua de su comunidad, el machiguenga, mientras que nosotros las escuchamos, o mejor dicho, las leemos, en español. Aunque en el texto se intenta reproducir el empleo oral de la palabra y todo lo conexo con el ámbito de la oralidad, tiene que quedar claro que nos encontramos frente a una traducción. Tenemos, por lo tanto, dos elementos que condicionan la correcta transmisión del mensaje: por un lado, la comprensión de una narración en lengua indígena; por otro, la transposición de lo que ha sido comprendido, y, sobre todo, de cómo ha sido comprendido en una lengua totalmente diferente en los niveles morfológico, sintáctico, fonético, léxico. Sobre la dificultad de la transposición de los discursos del hablador, es el mismo narrador que se pregunta:

 

¿Por qué había sido incapaz, en el curso de todos aquellos años, de escribir mi relato sobre los habladores? La respuesta que me solía dar, vez que despachaba a la basura el manuscrito a medio hacer de aquella huidiza historia, era la dificultad que significaba inventar, en español y dentro de esquemas intelectuales lógicos, una forma literaria que verosímilmente sugiriese la manera de contar de un hombre primitivo, de mentalidad mágico-religiosa. (El hablador, cap. VI, p. 152)

 

Además, tal diferencia queda expresada en la única parte de la novela en que se reconduce la transcripción de una canción machiguenga, procedente de las grabaciones de los Schneil y descrita por el narrador como una:

 

Crepitación sonora, con súbitas notas agudas, y, a veces, un gran desorden gutural que […] eran cantos. (El hablador, cap. IV, p. 83)

 

Sucesivamente se afirma que los Schneil, incluso viviendo dentro de una comunidad indígena, todavía estaban muy lejos de dominar completamente su idioma. Y, a propósito de la lengua, el narrador sigue afirmando que se trata de una “lengua arcaica”, con “sonoridades vibrantes y aglutinadores, donde una sola palabra compuesta por muchas otras podía expresar un pensamiento vasto”[32]. Por lo tanto, resulta fácil intuir como las mismas dificultades que encontraba la pareja de antropólogos pueden manifestarse también en el impacto que recibió Saúl de la cultura indígena.

Necesitamos, finalmente, añadir que los capítulos dedicados a los cuentos del narrador indígena son la transcripción de sus palabras, pero el que cumple esta transcripción no es el mismo hablador, sino Mario Vargas Llosa. El autor lo declara en varios puntos de la novela, por ejemplo cuando, lamentando la contumacia del amigo hebreo al que pidió ayuda para escribir su novela, afirma: “Inventadas por mí, las voces de los habladores desafinaban”[33]. Se trata de una consideración fundamental para los objetivos de la transmisión del mensaje, porque añade un paso adicional en el camino que este intenta cumplir, y que permite su conservación. Adueñándose de la voz de Saúl, el narrador aporta modificaciones culturales e inserta los mismos prejuicios que derivan de un universo claramente separado del amazónico. De este modo, se apodera de la tradición indígena, y la adapta a las expectativas de recepción de un público civilizado. Se llega, así, a la figura de un hablador decididamente híbrido, que se ha convertido solo parcialmente en un miembro de la comunidad indígena; se trata de una figura que se inmiscuye entre las dos culturas, la occidental y la machiguenga, pero que con ninguna de las dos se puede identificar completamente.

La prueba evidente de esta contaminación se presenta a nuestros ojos con ocasión del cuento de Tasurinchi-Gregorio. La elección del nombre del protagonista de esta historia no es absolutamente casual y, para mí, trata de hacer de puente entre las dos culturas: Tasurinchi resulta ser, más que la divinidad benigna de los machiguengas, el nombre de todos los protagonistas de los cuentos del hablador, un tipo de nombre de referencia, mientras que Gregorio se refiere claramente a Gregorio Samsa, el protagonista de Las Metamorfosis de Kafka. La identificación de este personaje es inmediata, porque es cierto que el cuento de Tasurinchi-Gregorio es la historia de una metamorfosis. El resultado de tal connubio es la parcial comprensión de la historia por parte del auditorio indígena, porque los machiguengas no pueden saber nada del texto kafkiano, obviamente. Además, refiriéndose a Kafka, el narrador inserta otro concepto occidental, como la oposición al infanticidio al que, en cambio, los indígenas recurren. Así nuestro hablador reivindica el derecho a la vida para cada ser viviente, y se elige a sí mismo y a su experiencia como ejemplo principal[34]. El resultado final es un discurso que contiene muchas características narrativas occidentales y que está contado por el narrador indígena.

Continuando el discurso acerca de la contaminación de los cuentos indígenas por obra de la cultura de procedencia del hablador, no tenemos que olvidar que él mismo confiesa no pertenecer a la población indígena, sino que es miembro de un pueblo “en un lugar que había sido suyo y ya no lo era, sino de otros”[35]. En el cuento de Tasurinchi-Jeohvá, el hablador no está mostrando sencillamente la historia del pueblo hebreo, sino que está cumpliendo de nuevo una adaptación en los términos de la cultura indígena, usando las expresiones y los elementos que le pertenecen. El mismo nombre del protagonista tiene la misma función unificadora que ya conocimos en relación con el cuento de Tasurinchi-Gregorio, pero, sobre todo, elimina notablemente la sensación de distancia del ‘mundo civilizado’ que a menudo está presente cuando se habla de poblaciones indígenas. Si se lee el siguiente cuento con particular atención se notan evidentes puntos de contacto entre las dos culturas: sobre todas ellas, su destino de pueblo errante. Además, el progresivo acercamiento del pueblo hebreo al machiguenga ya ha sido apreciado antes: en el momento en que el autor-narrador se pregunta por el porqué de tan morboso interés y de tanta implicación en la causa indígena por parte de su amigo y compañero de estudios. Pero es Don Salomón Zuratas, padre de Saúl, el que arriesga la hipótesis de este posible acercamiento:

Me contó que Don Salomón Zuratas, más astuto que yo, le había sugerido una lectura judaica del asunto.

-Que yo identifico a los indios de la Amazonía con el pueblo judío, siempre minoritario y siempre perseguido por su religión y sus usos distintos a los del resto de la sociedad. ¿Qué te parece? (El hablador, cap. II, p. 30)

 

Aunque Saúl no confirma ni desmiente esta teoría, sino que se limita a soslayar la cuestión, escudándose en un “cada loco con su tema”, y no excluye, por consiguiente, ninguna de las hipótesis, el cuento de Tasurinchi-Jeohvá subraya notablemente el pensamiento del padre. Es raro que gran parte de las historias contadas dentro de la novela se asemejen en cierto modo a la historia del pueblo hebreo. Indudablemente, la formación cultural del judío que vive en Lima y del estudiante de Etnología y Derecho, junto con su ‘marginalidad’, han contribuido notablemente al nacimiento de una fuerte capacidad introspectiva y analítica, que él mismo reconoce[36].

Todos estos motivos influirán, obviamente, sobre su modo de pensar y, por lo tanto, sobre sus palabras. Por lo tanto, lo que podemos concluir es que su formación cultural, en la que el componente indígena solo representa una pequeña parte, lo hará capaz de ver las cosas más abiertamente, eliminando aquel tipo de ‘ingenuidad’ que pertenece al desinteresado hombre indígena, y añadiendo una nueva y densa carga semántica a los términos que emplea.

Dos narraciones que confluyen

Hemos subrayado hasta ahora cómo la novela de Mario Vargas Llosa ha sido construida sobre dos narraciones paralelas, llevadas adelante por dos narradores distintos y que pertenecen a dos diferentes identidades del Perú: la indígena y la civilizada. Pero hemos también hablado de la voluntad de reconstruir, por escrito, el lenguaje oral, y nos hemos fijado en la cuestión de la transcripción de la oralidad. Una transcripción que tiene lugar, como el autor mismo más veces afirma, al cabo de cierto período de tiempo, y que se basa esencialmente en la memoria. Estas consideraciones nos llevan a concluir que el narrador es sustancialmente uno, o mejor, que la narración pertenece a una sola persona que se identifica con el autor-narrador. Siempre es él, en efecto, el que cuenta o da voz a quién cuenta, tratando de volver a crear un personaje que está, por razones obvias, totalmente ausente: el narrador indígena. El autor lo inventa, lo vuelve a crear, según sus recuerdos y su memoria, pero también según sus prejuicios. Además, en muchos puntos de la novela el narrador repite a menudo la intención y la voluntad de escribir un cuento sobre el hablador. Esta insistencia en hacer notar, constantemente, el deseo de escribir una novela sobre él, nos permite pensar en un acto de contemplación de la misma escritura que extrae el narrador del cuento para recordarnos que no nos hallamos frente a la realidad, sino frente a una reproducción o reflejo.

Por supuesto, el atractivo de la profesión del escritor reside justo en el poder de inventar una realidad imaginaria, irreal, y de plasmarla de acuerdo con su propio gusto. Es muy significativo, en tal sentido, lo que leemos en las páginas conclusivas de la novela, cuando el narrador, mientras echa la última mirada a las fotografías de la exhibición florentina, afirma haber tomado la decisión de que el hablador de la fotografía sea su amigo Mascarita. La razón de esta elección aparece más simple de lo que se cree: el discurso del cronista nos ayuda a entender desde fuera lo que es el mundo machiguenga que, desde el interior, encarna el hablador. Se trata de dos caras de la misma moneda; de querer presentar la totalidad de la realidad peruana, de toda América Latina, describiendo los dos principales universos que la componen: el indígena y el civilizado. El concepto de memoria no queda relegado a la única figura del hablador, sino que se extiende hasta el autor de la novela, que no hace más que contar una historia: la de una amistad entre dos estudiantes universitarios en el Perú de los años cincuenta. La representación de un microcosmos que se identifica en la esfera privada y afectiva de los dos amigos y protagonistas de la novela se extiende, por lo tanto, hasta querer presentar un macrocosmos peruano y también americano. La cuestión indígena no es argumento que solo pertenece al Perú, porque abraza también todo el continente americano, y la historia que el autor propone retoma los elementos principales del encuentro entre las dos culturas[37].

En esta novela está indirectamente cifrada la relación entre Vargas Llosa y el Perú. Esta es una de sus características más significativas, ya que se trata de un argumento sobre el cual el autor nunca había escrito en su ficción literaria hasta ahora: las realidades autóctonas e indígenas. Estas representan la espontaneidad y la existencia elemental, y se identifican con el dualismo entre tribu y prehistoria. El Perú era también esto, pero el protagonista de la novela solo toma conciencia de ello en el momento en que se asoma al mundo de la selva. Al descubrir esta realidad, se pregunta: ¿Por qué preservar las comunidades? Por otra parte, todas empezaron ya a occidentalizarse. ¿De verdad se quería su preservación? ¿Les era necesaria? ¿Cómo seguirían viviendo? Además, sus hábitos primitivos de vida los convertía en víctimas de las peores crueldades. El autor-narrador nunca da opiniones personales sobre las tribus, sobre el indigenismo, etc. Solo se hace algunas preguntas. Él también es un oyente-observador que aspira en varias ocasiones a referir al amigo Saúl lo que ha vivido y aprendido acerca de las tribus, sobre todo para obtener respuestas a sus preguntas y conocer su personal punto de vista, para poder encontrar una comparación de ideas.

La primera edición de la novela es de 1987, pero hay que recordar que Mario Vargas Llosa nació en 1936, cuando estaba en pleno desarrollo el “Proyecto Político Integracionalista”, que supuso un redescubrimiento de los valores indígenas, manifestado por la pintura y el arte, y que se plasmó definitivamente en una nueva política que desistió de asimilar pura y simplemente a los indios, y propuso integrarlos en la sociedad, respetando sus valores y su cultura. La influencia de este contexto “integracionalista” en El hablador es evidente en el mismo corazón de la novela[38].

Además, dentro del texto se reitera a menudo la intención del protagonista de escribir acerca de los indígenas, y se advierte de que esto ocurrirá solo después de un atento estudio y de constantes reflexiones. No debemos olvidar que en 1946 fue fundado el Instituto Nacional Indigenista, que estableció programas de integración indígena y, que en 1959 preparó el Plan nacional de integración de la población aborigen, proyecto que fue respondido por antropólogos críticos y por movimientos indigenistas, que exigieron una mayor autonomía en el modelo de integración. Es gracias a esto que se entienden mejor las expediciones de esa institución científica a las tierras de los indios, y la figura de Saúl, que encarna al antropólogo crítico. El precio del desarrollo y de la industrialización fue la mezcla de los nativos con los peruanos, la desaparición de las tribus. De aquí las continuas expediciones antropológicas a la selva, que muchas veces fueron criticadas como intentos de penetración cultural neocolonialista. De aquí, también, que el autor se haga preguntas y tenga dudas sobre si es justa la preservación o no de estas tribus, con sus atávicos modos de vida. Nos hace saber de la violencia de algunas y de la mansedumbre de otras, pero no nos da una respuesta definitiva a sus preguntas. Habla con el amigo Saúl, que expresa su punto de vista, de modo que nosotros, los lectores, asistimos a un debate sobre la cuestión indígena entre dos peruanos que, en un modo o de otro, viven la misma realidad y hablan en aquel entonces de lo que ocurre en su país.

Se ha hablado mucho del proceso de conquista que es característico de la historia americana, y de sus consecuencias, de la extirpación de las clases dominantes indígenas por obra de los colonizadores y de la iglesia que, con sus misiones evangelizadoras, ha querido reemplazar a la clase dominante original. La evangelización resulta ser “la peste que ha golpeado los pueblos americanos: la pretensión de comerse el alma[39]. El mismo tema de la pérdida del alma es muy recurrente dentro de los cuentos del hablador, y también se encuentra en relación con la corrupción que fue introducida por la intrusión de los así llamados civilizados. Además, se habla del importante papel que la esclavitud y las enfermedades tuvieron en el proceso de destrucción de las culturas autóctonas americanas, y siempre es el hablador el que se vuelve portavoz de un país entero. Me refiero a la narración del tercer capítulo, cuando Tasurinchi primero se asusta por los estornudos de un viracocha y luego se siente débil y víctima de una enfermedad desconocida; o cuando, en el quinto capítulo, se habla de la sangría de los árboles y se relata la esclavitud de los pueblos indígenas, de los indios que fueron armados y reclutados para matar a otros de tribus diferentes.

Pero también existe una realidad externa a la selva amazónica, una realidad ciudadana en la que Lima es considerada un espacio representativo del entero país: un mosaico cultural donde a ninguna voz se le puede atribuir mayor representatividad que a otra. Una ciudad y una nación en las que la experiencia biográfica del autor se vuelve testimonio de una condición general: Saúl Zuratas, que estudia Etnología por vocación, y Derecho para complacer a su padre, encarna al mismo Mario Vargas Llosa que, matriculado en la facultad de Letras, al mismo tiempo estudiaba Derecho para asegurarse una salida profesional alternativa a la de escritor. Es importante advertir que la desconfianza hacia la literatura no solo fue una característica del padre del autor, sino también una actitud común de toda la sociedad latinoamericana de aquel tiempo, y en este caso concreto, en el caso del Perú del general Odría, en el que difícilmente pudiera alguien haber vivido de la dedicación exclusiva a la literatura.

Por estas razones, las oportunidades que ofrecían las becas en Europa se consideraban un puente de salvación para quien de verdad quisiera seguir la carrera humanística. Se trata de señas, notas, indicios para quedar avisado de la política del país, de la condición en la que el intelectual era obligado a vivir en Latinoamérica; por eso se hace referencia a procesos revolucionarios como los de “Sendero Luminoso” o a movimientos políticos como el de los “sandinistas”, en el momento en que el protagonista se dedica al periodismo de investigación durante su experiencia televisiva.

La que se presenta en El hablador es una panorámica de la situación peruana de los años cincuenta, con particular atención a la cuestión indígena. El narrador, el “cronista”, el hablador, se confunden con una figura única que reconduce todos los argumentos y los hechos, dando voz a los protagonistas y tratando de disfrazar lo mejor que puede su intervención.

Pero, en fin, el narrador mismo es el corruptor del mensaje original, y la causa inevitable de su cambio.

 

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[1] Deseo agradecer su ayuda en las labores de orientación, de revisión y de corrección de este trabajo, a los profesores Francisco J. Lobera Serrano (Universidad de Roma “La Sapienza”), que sigue acompañándome en mis estudios, José Manuel Pedrosa y Santiago Cortés (Universidad de Alcalá de Henares), que me han dado la oportunidad de publicar mis trabajos en su revista, a la profesora Ana Bueno (Universidad de Zaragoza) por la atención con la que ha reflexionado sobre mis palabras, y a la Doctora Cecilia María Vallorani, que me ayudó en las primeras traducciones de este artículo.

[2] Mario Vargas Llosa, El hablador, Editorial Seix Barral, Barcelona, 1987.

[3] Las palabras de Isabel Allende se ha tomado del programa de la televisión chilena La belleza de pensar, grabada en 2003. Transcripción mía.

[4] Ibidem.

[5] M. Vargas Llosa, La casa verde, Seix Barral, Barcelona, 1996.

[6] M. Vargas Llosa, La tía Julia y el escribidor, Seix Barral, Barcelona, 1984.

[7] En El hablador, Mario Vargas Llosa da continuidad a un camino ya recorrido por José María Arguedas en Los ríos profundos, novela en la que el autor trata de reproducir, en la lengua española, las sonoridades y las construcciones del idioma indígena, de expresión predominantemente oral.

[8] Diferencia que ya encontramos en los títulos de las dos novelas: Pedro Camacho es, por supuesto, un “escribidor”, mientras que Saúl Zuratas es un “hablador”, un cuentacuentos. El primero es un escritor, acostumbrado a ‘escribir’ y a comunicar sus historias principalmente ‘escribiendo’; el otro comunica oralmente, hablando y escuchando.

[9] Los capítulos pares (II, IV, VI, VIII) son los del narrador civilizado, mientras los impares (III, V, VII), pertenecen al narrador de la selva.

[10] Cfr C. P. Hart, “El cronista y el hablador en torno a una permanencia, AIH actas X (1989), Université de Montreal, p. 908.

[11] Cfr C. P. Hart, “El cronista y el hablador...”, pp. 910-914.

[12] En la novela aparecen nombrados varios antropólogos: France Marie Casevitz-Renard; Johnson Allen; Gerhard Baer; Camino Díez Canesco; Víctor J. Guevara. Los misioneros que son mencionados son: Padre Joaquín Barriales y Fray Vicente de Cenitagoya. Además, el narrador dice también haber realizado su búsqueda en bibliotecas como “La Castellana”, es decir, la Biblioteca Nacional de Madrid, o en conventos dominicos como el de la calle de Claudio Coello de Madrid.

[13] M. Vargas Llosa, El hablador..., pp. 17, 83-84 y 149.

[14] Julia Urquidi Illanes, Lo que Varguitas no dijo, Khana Cruz, la Paz, 1983.

[15] Cfr M. Vargas Llosa, La verdad ...., cap. I.

[16] Cfr M. Vargas Llosa, El hablador..., cap. VI, p. 142.

[17] Para esta segunda hipótesis, deseo agradecer su ayuda a la profesora Ana Bueno (Universidad de Zaragoza). En efecto, Lucho es un término hipocorístico y coloquial para referirse a Luis.

[18] La dedicatoria lleva: “A Luis Llosa Ureta en su silencio […]”.

[19] Las siguintes afirmaciones han sido extraídas de la entrevista a M. Vargas Llosa para el programa radiofónico La ventana del 3/2/2006, grabado por Gemma Niegra y Juan José Millás.

[20] M. Vargas Llosa habla de “situación”, es decir, de la vida entera de un autor que no puede ser obviada cuando se pretende una correcta interpretación de su obra.

[21] Cfr M. Vargas Llosa, El hablador..., p. 21.

[22] Ibidem, p. 37.

[23] Los términos que aparecen en diminutivo son: calorcito, viejito, pasito, borrachito, dibujito, compadrito, serranito, hermanito, compañerito, monstruito, ojito, gustito, gusanito, diablito (diablillo), ratoncito, tronchito, chorrito, humito, ratito, despacito, pequeñito, huequito, huesito, tantito, gringuito, cafecito, igualito, pobrecito, tuertito, enanito, bajito, prontito,, montadito, rapidito, quietecito, juntito, motorcito, avioncito, pueblecito, grupito, corralito, puntito, papelito, rayito, saltito, chiquito, dedito, carnavalito.

[24] Cfr C. P. Hart, “El cronista y el hablador”, p. 914.

[25] Ibidem.

[26] Cfr M. Vargas Llosa, El hablador..., p. 9.

[27] Cfr M. Vargas Llosa, El hablador..., p. 197.

[28] Puede fácilmente notarse el contacto directo con los interlocutores, cuando hallamos frases como: “Aquí estamos. Yo en el medio, ustedes rodeándome. Yo hablando, ustedes escuchando” (El hablador, cap. III, p. 41). O cuando el hablador les explica a sus oyentes, refiriendo un encuentro con Tasurinchi el hierbero, comunicando a quien le está escuchando: “De ustedes le conté, como a ustedes de él” (El hablador, cap. V, p. 138). O bien la interacción entre quién habla y quién escucha, cuando es el hablador que se dirige directamente a su auditorio: “Por más miedo que sentía, me vino la risa. Empecé a reírme. Así como ustedes ahora me reía. Torciéndome y retorciéndome a carcajadas. Igualito que tú, Tasurinchi” (El hablador, cap. V, p. 116). Y también: “Aunque ustedes no lo crean, a mí no me volvieron así los diablillos de Kientibakori. Monstruo nací. Mi madre no me echó al río, me dejó vivir. Eso que, antes, me parecía una crueldad, ahora me parece suerte. Cada vez que voy a visitar a una familia que aún no conozco, se me ocurre que se asustará, «Éste es monstruo, éste es diablillo», diciendo al verme. Ya se están riendo otra vez. Así se ríen todos cuando les pregunto” (El hablador, cap. VII, p. 204).

[29] Cfr M. Vargas Llosa, El hablador..., cap. VI.

[30] Cuando a Edwin Schneil le preguntan el argumento de los encuentros entre los miembros de las comunidades y del hablador, él contesta: “De las cosas que se le venían a la cabeza. De lo que había hecho la víspera y de los cuatro mundos del cosmos machiguenga, de sus viajes, de hierbas mágicas, de las gentes que había conocido y de los dioses, diosecillos y seres fabulosos del panteón de la tribu. De los animales que había visto y de la geografía celeste, un laberinto de ríos cuyos nombres no hay quien recuerde. A Edwin Schneil le costaba trabajo seguir, concentrado, ese torrente de palabras en que se saltaba de una cosecha de yucas a los ejércitos de demonios de Kientibakori, el espíritu del mal, y de allí a los partos, matrimonios y muertes en las familias o las iniquidades del tiempo de la sangría de árboles, como llamaban ellos a la época del caucho” (El hablador, cap. VI, p. 171).

[31] W. J. Ong, Oralidad y escritura…., afirma que los pensamientos y las expresiones de la comunicación oral generalmente se estructuran con refranes o frases hechas que a menudo le otorgan cierta musicalidad. Todo esto sirve para garantizar una más fácil memorización del texto.

[32] M. Vargas Llosa, El hablador..., p. 84.

[33] Ibidem, p. 104.

[34] Una característica del hablador Saúl, es el lunar color vinagre que tiene en el rostro y que lo vuelve monstruo para los demás.

[35] Mario Vargas Llosa, El hablador, cap. VII.

[36]Sí, de repente tienes razón. De repente, ser medio judío y medio monstruo me ha hecho más sensible que un hombre tan espantosamente normal como tú a la suerte de los selváticos” (El hablador, cap. II, p. 30).

[37] Para un profundizado análisis de la cuestión indígena, con particular referencia a la realidad peruana, véase José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruviana, La Habana, Casa de las Américas, 1963.

[38]¿Por qué había sido incapaz, en el curso de todos aquellos años, de escribir mi relato sobre los habladores? La respuesta que me solía dar, vez que despachaba a la basura el manuscrito a medio hacer de aquella huidiza historia, era la dificultad que significaba inventar, en español y dentro de esquemas intelectuales lógicos, una forma literaria que verosímilmente sugiriese la manera de contar de un hombre primitivo, de mentalidad mágico-religiosa” (El hablador, cap. VI, p. 152).

[39] Cfr. Darcy Ribeiro, “La sofferta eredità dei popoli indigeni”, en Latinoamerica 94/95, GME produzioni, gennaio/febbraio 2006, pp. 199-210. Traducción mía.